Por Jinre Guevara Díaz
Luego de pugnar varios meses por una atención médica, logró por fin que programaran su operación. Enterado de su internamiento, fui a visitarlo al «Hospital Obrero», conocido también como «Guillermo Almenara Irigoyen».
Ingresé al pabellón de recuperación preguntando por el señor César Lévano La Rosa, «siga por aquí, hacia el fondo» – me dijeron – y eso hice.
Mientras caminaba, me crucé con trabajadores de limpieza que en esos instantes «aseaban» el piso e insistiendo por el «número de cama», uno de ellos me recalcó: «siga de frente, por aquí…», y contra toda incredulidad, a los pocos segundos, me topé de pronto con la cama y la figura de don César Lévano. Su cama, como la de muchos otros «hospitalizados», no se encontraba dentro de ningún pabellón ni cercada por ningún «biombo», estaba ubicada en el mismo pasadizo por donde transitan las visitas, la gente; ¡carajo! – me dije – este es el país en que vivimos.
Don César se recuperaba de su operación y al verme, esbozó una leve sonrisa. Casi de inmediato, me dijo: «espérame, voy al baño un momento».
Yo no soy especialista en idiomas ni mucho menos, pero creo tener algo de intuición para darme cuenta cuándo un libro está escrito en otro idioma: mientras esperaba a don César, observé sobre su «mesa de noche» una fila como de cinco (5) libros, anchos, como «biblias», cada uno de ellos evidenciando separadores de hojas en su interior; uno era en inglés, el otro en francés, otro en italiano y dos más que no reconocí su idioma. Don César era «políglota», leía y hablaba hasta donde pude saber: inglés, francés, portugués, italiano y alemán; leía casi siempre y de preferencia libros y revistas en idiomas originales, que, según me contó, tenía la suerte le enviaran los amigos que cultivó a lo largo de su vida, así como las «casas editoras internacionales» que le remitían sus más recientes publicaciones.
Aquella tarde conversamos buen rato. Don César era un magnífico interlocutor, sabía tanto y sin embargo jamás perdía la capacidad de asombro; su sencillez era una de sus mayores virtudes, te escuchaba con respetuosa atención cualquiera fuera el tema a tratar.
Guardo invalorables recuerdos compartidos, sobretodo, en SAYCOPE, cuando a inicios de la década del noventa del siglo pasado, junto a Manuel Acosta Ojeda, programábamos lo que denominamos el “Calendario revolucionario”, para conmemorar las efemérides de las luchas libertarias de los pueblos del mundo, así como onomásticos de poetas, compositores y personajes revolucionarios de trascendencia. En aquellas reuniones, casi siempre formaban parte de la mesa, Acosta Ojeda, Cesar Lévano e invitados como Teodosio Olarte Espinoza, Juan José Vega, Etc.; como parte del apoyo y organización, acudían Mario Cerrón Fetta, Orlando Ocampo, Guillermo Niquén y Julio Dávalos.
Fue ahí donde pude percibir la profundidad de conocimientos de don César. Era agudo, abundado en datos y vivencias. En una ocasión tuve la suerte de tenerlo para mi cumpleaños en el mismo SAYCOPE, y otras, en reuniones que terminaban siempre en una mesa charlando hasta el día siguiente; sobrevivíamos a esas horas, don César – acompañado siempre por su esposa Natalia – MAO y yo, prestando atención para escuchar el diálogo, la hermosa complicidad y hasta el llanto de esos dos grandes amigos. No existía el celular, ni los «selfie», ni las redes sociales. Eran épocas donde todo se aprendía – incluida la amistad – en vivo y en directo, sin horarios.
Son pocos los hombres que he visto llorar mientras disertan sobre algún tema u oír quebrase su voz de pura emoción. Don César era uno de ellos; así sentía la vida en las conferencias, dictando clases o conversando en una casa, sencillamente; las gestas y conquistas obreras, lo emocionaban y conmovían de sobremanera, hasta las lágrimas.
No conocí a nadie que supiera tanto de la historia del movimiento obrero mundial, de historia republicana, de la vida de poetas como César Vallejo, Bertol Brecht, Alejo Carpentier, Manuel Escorza, de William Shakespeare, García Márquez, José María Arguedas, Magda Portal, Gabriela Mistral, etc. de la vida y obra de poetas mujeres y varones históricos, peruanos y extranjeros; sobre historia del teatro, de la zarzuela y además, hablar de agronomía, de filosofía, de sociología, de la historia del socialismo mundial e incluso al detalle la historia del «aprismo» (con más solvencia que el más pintado de los “apristas”) con dominio y honestidad admirable.
En mi sentir, era uno de los últimos hombres más cultivados del Perú, nacido en el siglo XX.
Por eso, siento que su partida nos deja como en una especie de penumbra, como si un gran faro o un potente reflector de la cultura peruana se hubiera apagado y en una realidad como la nuestra donde nos hace tanta falta la luz de la sensatez, de la honestidad militante.
Hace muchos años, cuando por algunos sectarismos y pugnas internas fue retirado del partido comunista, le preguntaron: ¿Por qué lo expulsaron del Partido Comunista?, don César respondió: «Por comunista». El paso del tiempo logró que reconocieran luego su virtud de intelectual constructivo, enemigo de las posiciones dogmáticas, pero jamás ajena a las luchas de los trabajadores, porque si algo fue don de César Lévano en vida, era ser un militante político siempre al lado de la clase trabajadora, a tiempo completo.
«Soy vallejiano e indeclinablemente Mariateguista, convicto y confeso», solía decir cuando tenía que definirse.
Sólo estudió pocos años la primaria, pero llegó a ser un reconocido catedrático universitario de San Marcos (La Decana de América) y considerado uno de los más respetables expositores y director de importantes diarios y revistas del Perú.
Pero el destino le depararía un paralelo de vida asombrosa con el padre del socialismo peruano, el amauta José Carlos Mariátegui:
Ambos, Mariátegui y Lévano, fueron autodidactos; desde niños, sufrieron la precariedad económica; ambos se iniciaron trabajando como «portapliegos» y «canillitas» (vendedores de diarios), luego como auxiliares de una casa editorial; ambos se iniciaron escribiendo sus primeros artículos para un diario local. Ambos fueron periodistas. El padre de don César Lévano, Delfín Lévano, fue un alto pilar del movimiento anarquista, gestor y líder obrero que conquistó las ocho (8) horas; José Carlos Mariátegui apoyó y estuvo rodeado del espíritu de lucha del movimiento anarquista por las «ocho horas» a quien luego orientó dentro de una línea ideológica con espíritu revolucionario; José Carlos, fue comunista, don César, también. Ambos sufrieron un accidente a muy temprana edad que les hizo perder una pierna y así enfrentaron al mundo.
Don César una vez contó – con ojos humedecidos – «Me hice hincha del Alianza Lima cuando los futbolistas (varios de ellos, obreros) se acercaban siempre para comprarme los diarios que vendía, cuando trabajaba como ‘canillita’».
Hombre culto, honesto hasta el límite de lo imaginado, melómano empedernido, gustaba de la música peruana de tradición de todas las regiones y tenía un conocimiento asombroso de la denominada «música académica». «La patria es el lugar donde nuestros hijos comen y son nuestra prioridad», decía; prolífico escritor, fue autor de muchos libros; fue además dueño de una vena poética distinguida, uno de los más grandes; sufrió varios años de prisión por su posición de periodista honesto, y a decir de Manuel Acosta Ojeda, con ironía punzante: «la cumplió en cómodas cuotas».
Su nombre real era Edmundo Dante Lévano La Rosa. «Me parecía un nombre de farmacéutico», me dijo un día, «Cuando descubrí la poesía de César Vallejo, decidí firmar como César, por admiración a nuestro ‘Cholo universal’», concluyó.
El sábado último la noticia de su partida nos hirió hondo. Era un hombre ya mayor, pero dueño de una lucidez inquebrantable hasta las últimas horas de su vida. Con seguridad, no soy ni por asomo el más autorizado para hablar de su impresionante trayectoria y valía. Hoy guardo de él, horas de conversación, sus ganas de cantar «tango» a las cinco (5) de la mañana, sus citas a Atahualpa Yupanqui, Pablo Neruda, César Vallejo y Juan Gonzalo Rose; su admiración por Felipe Pinglo Alva, Pablo Casas Padilla, Jaime Guardia y Manuel Acosta Ojeda.
Viene a mi memoria encontrándolo todos los años, cada «1° de mayo» en la marcha por el «Día de los trabajadores», a la que nunca dejaba de asistir, con bastón en mano, y en los últimos tiempos, en su silla de ruedas. Viene a mi memoria su último discurso frente al monumento de José Carlos Mariátegui en la Av. 28 de julio, llamando a la unidad de los trabajadores. Me queda su dedicatoria, de puño y letra, como detalle hermoso, un regalo que me hizo de un libro con una detallada compilación de la música hecha por el movimiento obrero peruano de comienzos del siglo pasado, que atesoro entrañablemente.
Qué falta nos hará don César, maestro, amauta. Su honestidad, coherencia, sabiduría y sencillez asumida hasta el sacrificio, no son frutos humanos que este mundo cosecha con frecuencia. Usted los hizo suyos para destinarlo a forjar un mundo más bello, culto y justo. Todavía quedan muchas luchas que librar don César, en un país donde los genios, los obreros, los trabajadores de nuestra patria, aún duermen en los pasadizos de los hospitales para recuperarse de sus batallas.
Que la antorcha de tu ejemplo siga iluminando nuestra patria, maestro.
¡Puños en alto a tu partida, César Lévano La Rosa!
¡Gracias por tu vida!