Por César Hildebrandt
Don César Lévano ha cumplido no sé cuántos años —deben ser ciento y pico, doscientos si la sabiduría fuese proporcional al añaje— y a mí me parece que en Caretas deberían hacerle una torta de mazapán arequipeño en su honor. Porque estos ojos han visto a Lévano hacer de Ronaldo y zaguero central al mismo tiempo en la Caretas de la década de 1970, cuando vendíamos 45 mil ejemplares por semana y hacíamos cierres suicidas que duraban 36 horas y latían luego como meningitis. Era la resaca del cierre, oiga usted, que te hacía dormir más que un toma y daca con Veguita, más que una chupandanga con René Pinedo y mucho más que un seco y volteado con alguna dama de esas que visitaban la redacción por cuenta de Marró, fotógrafo de carátulas de revistas imaginarias pero que siempre fueron las más leídas de provincias.
Cuando Zileri gritaba su Nabucco, o sea cuando Mar de Fondo se retrasaba, don César Lévano llamaba al desertor, lo corregía piadosamente y enviaba el texto donde al barítono insomne le gustaba que estuviese, es decir, a la imprenta. Y cuando algún gorro no encajaba, allí estaba don César para ponerlo en su sitio y hacer que la vida fuese menos tenebrosa y operística. Pero todo eso lo hacía don César después de cumplir con lo suyo, que era un huevo de cumplimientos y que iban desde su artículo memorioso y obrerista de casi siempre hasta la vaina que, en materia de amiguismo, se le ocurriera a Doris, que no cesaba de tener un ejército de tías con las que cumplir a la hora de la boda y el cóctel de inauguración. Digamos que en esa época Caretas tenía una sección Sociales y no era como ahora, que no es que sea al revés sino que todo lo contrario.
El asunto es que Lévano era el intelectual, el obrero, el frente de estudiantes, el moderado reflexivo, el excomunista que podía hablar de música negra como el más erudito y de poesía como el especialista, o de lo que le diese la gana a la hora en que se ponía a consultar enciclopedias o mandaba traer libros de su propia librería, que eso es lo que parecía la biblioteca de su casa en el Rímac, una casa que jamás aburría porque siempre estaba como a punto de terminar de construirse.
Un día Lévano me dijo algo que nunca ha dejado de emocionarme:
—Quizá lo que más temo en la vida es quedar tan pobre que un día tenga que vender mis libros.
Había aprendido francés, inglés y alemán entre la cárcel de Esparza y sus trotes de sobreviviente de las redacciones. Y aunque tuvo que ser periodista por obligación alimenticia, jamás dejó de pensarse como el escritor demorado que es y nunca dejó de leer, con lo que se parecía poquísimo al resto del gremio periodístico —lobotomizado por mano propia y abandono de toda ilusión—. Lévano y sus libros eran una sola entidad, y en ellos gastaba lo que le sobraba, que nunca fue mucho (para furia de Veguita, el mercader del cine Venecia).
Esa era —y es— la dimensión de Lévano, este patriarca sin homenajes, este sabio sin mayores reconocimientos oficiales, este hombre sensible que no se ha convertido a la globalización cursi y oporto como algunos de sus casi contemporáneos, que hoy bailan el baile del mono con el mismo gusto con el que antes bailaron la marinera de doña Cepal y la cueca de la tercera vía.
¿Quiere usted un peñón, un referente? Allí está Lévano y su sociedad indestructible con los débiles. Lévano es un ejemplo muy difícil de seguir en el periodismo peruano. Mi afecto por él tiene el calor del agradecimiento. Qué tiempos los de su enseñanza. Cuánto debe dolerle la mierda de estos días.
Publicado en el diario La Primera, 9 de diciembre del 2006.