Por César Lévano
Se cumple un año más de la conquista de la jornada de ocho horas en el Perú. Recordarlo no es un acto ritual o un desfogue emotivo. Es la reafirmación de un derecho que costó vidas y esfuerzos heroicos, y que hoy es negado a cientos de miles de trabajadores peruanos.
La historia de esa conquista empieza en Estados Unidos. Su más alto símbolo son los mártires de Chicago, ahorcados por reclamar, entre otras cosas, la jornada de ocho horas en una manifestación de masas realizada el 1 de mayo de 1886 (122 años después, la mayoría de trabajadores peruanos reclaman lo mismo, además del derecho a la sindicalización: ahora, por ese crimen, no los ahorcan, pero los despiden).
Hay acá una paradoja histórica. Los obreros peruanos fueron los primeros en conquistar en América la jornada de ocho horas. En Rusia, fue necesaria una revolución para implantarla. En Francia, cuna de los derechos del hombre y el ciudadano, hubo que esperar el fin de la Primera Guerra Mundial.
El hito inicial de la conquista es el acto de Primero de Mayo organizado en 1905 por la Federación de Obreros Panaderos “Estrella del Perú”. Fue una velada que en los años sucesivos sería llamada “la pascua roja de los revolucionarios peruanos”. En esa velada pronunció Manuel González Prada su fecundo discurso sobre “El Intelectual y el Obrero”.
Allí lanzó Manuel Caracciolo Lévano, presidente de la Federación, su discurso “Qué son los gremios obreros en el Perú y lo que debieran ser”. Era el primer programa proletario de nuestra historia, y en él se llamaba a la organización y la lucha por la jornada de ocho horas y otros derechos, que se fueron conquistando a lo largo del siglo XX, y que el neoliberalismo, a partir de Fujimori, ha eliminado.
Notable es que ese pionero sindical se había alistado, a los 17 años de edad, en el ejército patriota que se enfrentaba al invasor chileno. Lo relató un cronista del periódico El Guante, en “La biografía de un rebelde”, publicada en tres días de junio de 1936, cuando el gran luchador acababa de morir.
Después de incorporarse a las guerrillas de Andrés Avelino Cáceres, ingresó en las filas de los proletarios. Cuando el mariscal se convirtió en tirano, lo combatió. “Cuando la revolución contra la tiranía de Cáceres, él formó parte de un comité secreto encargado de arbitrar fondos, armas y hombres para el ejército revolucionario”, refiere el cronista.
El rebelde persistió en su condición de obrero. No aspiró a coronel ni diputado. Ayudó, en compañía de su hijo Delfín y de otros luchadores como Luis Felipe Grillo, Carlos Barba, Nicolás Gutarra y Adalberto Fonkém, a la movilización histórica que –malgrado masacres, prisiones, torturas, asesinatos– llevó a la conquista que hoy es necesario reconquistar, para luego ir más allá.
Publicado el 15 de enero de 2008 en el diario La Primera.