Carlos Monsiváis: Doctor Honoris Causa de San Marcos

El escritor Carlos Monsiváis al centro, flanqueado por el periodista César Lévano y el entonces rector de San Marcos, el historiador Manuel Burga. Junio de 2005.

Discurso de orden pronunciado por el licenciado César Lévano en la ceremonia de otorgamiento del doctorado Honoris Causa al escritor mexicano Carlos Monsiváis.

Señor doctor Marco Martos, Decano de la Facultad de Letras de Nuestra Universidad.
Señores profesores y estudiantes.
Señoras y señores:

La Universidad más antigua de América se honra hoy con otorgar a Carlos Monsiváis, ensayista, crítico literario y periodista egregio el agrado de doctor honoris causa de esta Casa de Estudios.

San Marcos ha querido darme, en el nivel fortuito que me corresponde, el privilegio de pronunciar el discurso de orden. ¿Cuál orden? Quiero decir, en qué orden alinear reflexiones respecto a una obra tan copiosa, varia y sustantiva, que empezó, para remitirlo solo a los libros, en 1966, cuando nuestro personaje publicó su primera antología de la poesía mexicana del siglo XX.

A partir de entonces ha poblado los anaqueles de nuestra América y de Estados Unidos y Europa con una cuarentena de libros que abarcan el universo de la cultura, la sociedad, los personajes, la canción popular y los movimientos sociales.

En un país, el nuestro, donde aumenta el número de pobres al par que mueren las librerías, no es fácil encontrar libros de Monsiváis. Sin embargo, su prestigio ha corrido como por arte de magia, la magia de su talento, su erudición memoriosa, su humor y su ingenio verbal.

Ha sido su periodismo, sobre todo, en el que nos ha llegado, no de oídas, de leídas.

Creo, señores, que una de las virtudes del magisterio público de Monsiváis ha consistido en practicar un periodismo que se preocupa de los grandes problemas de nuestras sociedades y nuestras economías con los dones de la literatura. Se aúnan en él, el respeto por las ideas pero también por la palabra cargada de emoción y belleza.

Otro aspecto descollante de su actitud es la independencia desplegada en crónicas, ensayos, entrevistas. Así, en los días del dominio al parecer inextinguible del Partido Revolucionario Institucional (PRI), supo dirigir sus críticas al régimen que había corrompido no solo a personas, sino sobre todo a instituciones completas.

Por eso, en épocas en que muchos intelectuales y periodistas se acercaban a cobrar en la ventanilla del Estado, pudo escribir, allá por 1981:

“En México, en los sesentas y en los setentas, mueren -con o sin certificado de defunción- los dirigentes de la Liga de la Decencia, los grandes y pequeños del muralismo, los propietarios retóricos de la Revolución Mexicana, los símbolos del machismo y la decencia nacional, los humanistas de tiempo completo en horario Triple A, las glorias de provincias aferradas a una interpretación memoriosa de lo mexicano, los intelectuales y periodistas nacionalistas revolucionarios esquina con el PRI, los educadores racionalistas, los jóvenes que dicen okey olvidándose de citar a López Velarde, los admiradores de Stalin que juzgan proimperialista cualquier crítica a la Unión Soviética, los derechistas aferrados al lenguaje castizo como baluarte de la pureza de costumbres”.
”
Por eso pudo decir Carlos Fuentes, veinte años después, cuando apareció en la escena latinoamericana y mundial la Revolución Zapatista de Chiapas y del comandante Marcos: Marcos es hijo de Carlos.

Monsiváis, solitario y sin hijos, resultaba así progenitor de uno de los movimientos indígenas más resueltos y puros de las últimas décadas en este continente de Túpac Amaru.

Para los que practicamos el periodismo -oficio sin beneficio-, nuestro personaje brinda más de una lección de forma y de fondo. En su libro “A ustedes les consta. Antología de la crónica en México”, minuciosa selección precedida de un análisis en profundidad, muestra una vez más su comprensión de que en el buen periodismo no hay compartimientos estancos, fronteras herméticas, entre crónica, reportaje y aun ensayo. Citémoslo:

“Narrar la revolución es comprometer al lector, como lo prueba la crónica-reportaje de John Reed, “México insurgente” (1914). Reed, gran reportero de la lucha proletaria en Norteamérica, es enviado por la revista Metropolitan a informar del gran levantamiento campesino. Su técnica es compleja: Incluye con igual perspicacia lo épico y lo cotidiano, se detiene en su objetivo, lo desarrolla y fija narrativamente, trasciende su sentido anecdótico y se abstiene de prédicas o concesiones explicativas. El gringo Juanito no quiere deslumbrar ni decir la Verdad Última: le importa escudriñar las raíces de ignorancia y represión, de ternura y emotividad que pueblan a los seres que, en forma unánime, la prensa de todo el mundo denuncia por crueles y primitivos. En Reed la crónica y el reportaje, convenciones genéricas próximas y trasvasables, se funden admirablemente para que, sin el menor desistimiento de la objetividad, los personajes vivan la verdad de sus acciones, no las inspiraciones o los prejuicios del escritor. Esta maestría expositiva y analítica (llevada a sus últimas consecuencias en “Diez días que conmovieron al mundo”) se origina en el tiempo literario que requieren las estampas y sucesos revolucionarios, un tiempo literario febril y escultórico a la vez, donde el paisaje, el sueño de Pancho Villa o la utopía alcohólica de un combatiente son instancias equiparables pero no intercambiables”.

El propio Monsiváis predica con el ejemplo. Vemos, verbigracia, en su libro “Yo te bendigo, vida. Amado Nervo: crónica de vida y obra” cómo la supuesta crónica se desborda hasta ser examen de una época de la poesía, panorama de una cultura no sólo mexicana. Allí vemos aparecer el París de Rubén Darío y de Amado Nervo, de Ventura García Calderón y de Manuel Ugarte, el argentino que en mayo de 1913, en el Teatro Municipal de Lima, pronunció su conferencia “Norte contra Sur”, en que llamaba a la unidad de América Latina frente a un Estados Unidos cuyo presidente Wiliam Howard Taft, ex gobernador de Filipinas, acababa de proclamar, y Ugarte lo citó: “todo el continente será nuestro, como es nuestro ya por virtud de la superioridad de nuestra raza”. Pero, oh maravilla, en ese libro sobre el mexicano Amado Nervo vemos aparecer también, en el paisaje general del modernismo, a nuestro José Maria Eguren, cuya “Marcha fúnebre de una Marionette””elogia y cita por entero, luego de lo cual comenta:

“Recuperación de las variedades del diccionario, invención o recreación de ritmos, conversión de objetos menospreciados en paisajes fastuosos, descubrimiento colectivo de la música verbal. En el ritmo se deposita la seducción, y de las imágenes se desprenden posibilidades infinitas”.
”
Con su trabajo, no solo en esta crónica, llamémosla así, Monsiváis nos enseña dos cosas elementales: una, que la crónica moderna no es escaparate monocorde y egocéntrico del yo lo vi, yo le dije, a mí me ocurrió, sino que debe ser también contexto histórico, espacial, cultural; dos, que la prosa, incluida la periodística, para alcanzar altura debe portar música, es decir, melodía y ritmo.

Buena parte de los libros de nuestro autor está compuesta de textos periodísticos, de diarios o revistas. Conocemos esa tradición, nosotros que hemos tenido un Manuel González Prada y un José Carlos Mariátegui, cuya obra está compuesta casi en su totalidad de escritos periodísticos. Ahí está el detalle.

A propósito de esto. Monsiváis ha dedicado más de un ensayo a personajes populares, como Agustín Lara, José Alfredo Jiménez, Mario Moreno “Cantinflas”, María Félix, el extraordinario grabador José Guadalupe Posada.

En su libro “Escenas de pudor y liviandad”, cita Monsiváis parrafadas de Cantinflas como ésta:
“¡Camaradas! Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos (…) ¡Y no es que uno diga, sino que hay que ver! (…) ¿Qué vemos? Es lo que hay que ver (…) Porque, qué casualidad, camaradas, que poniéndose en el caso, no digamos que pueda ser: pero sí hay que reflexionar y comprender la psicología de la vida para analizar la síntesis de la humanidad (…) ¿Verdad? ¡Pues ahí está el detalle!”. Cantinflas reflejó y recreó el habla del pelao o calato mexicano; pero no se vaya a creer que ese estilo es exclusividad de Cantinflas o de muchos de nuestros congresistas. No existe tal oligopolio. El cantinflismo es uno de los dones mejor distribuidos en nuestra América. En mayo de 1965 publiqué en la revista Caretas una entrevista con Cantinflas que titulé “El Señor Moreno”. Cité entonces del folleto La ley pro-réclame de los sirvientes, fechada en Lima en 1924, de don Pedro N. Murillo, mayordomo de oficio, estos fragmentos:

“¡Y bien venido sea nuestro apóstol, y ávido padre, (el presidente) Don Augusto B. Leguía! ¿Y ahora quizás vosotros diréis por esto que soy politiquero? Pues yo les digo que no. ¡NO! y ¡NO! Sino porque este gran apóstol Leguía vale en todo el orgullo de la alabanza y el derecho de la biendanza”.

Más adelante, sin hacer gala de elocuencia y ni de subterfugios de palabras así que puedan hacer obscurantismos, nuestro compatriota lanzaba estas palabras tremendas:

“Por eso, como os repito, dejéis de ser ignorancias!, ¡dejéis de ser estropajos!, y dejéis de ser esclavitud, como os he dicho, siquiera por honor, o ¡háganlo por su madre!”

No nos podemos quejar. En éste que es continente de las mayores desigualdades económicas, hay algo que nos iguala: el cantinflismo.

En el año 2000, Monsiváis recibió el premio Anagrama de Ensayo por su libro “Aires de Familia”, que lleva por subtítulo Cultura y sociedad en América Latina. Allí se lee: el neoliberalismo fracasa rotundamente en sus planes de crecimiento, porque sus financieros y políticos son muy ineptos y suelen ser corrompidos, porque el desempleo masivo impide el desarrollo equilibrado de los países, y porque la globalización acrecienta la miseria y la pobreza.”

No hay que olvidar que Monsiváis estudió economía y filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México. Eso le permite observar los fenómenos sociales a la vez con lente de precisión y ánimo justiciero. Entre las comprobaciones de su estudio figura la que indica que a los grandes de la expresividad popular -Agustín Lara, Carlos Gardel, Rafael Hernández, Daniel Santos, los músicos de la salsa dura-, nadie los reemplaza. Yo añadiría a Alfonso Ortiz Tirado, ese notable cantor que, según el decir popular, curaba con su voz. No porque hiciera brujería, sino porque con sus recitales por toda América financiaba un hospital para pobres.

Una y otra vez, el personaje que San Marcos ahora distingue, ha precisado su oposición al estalinismo. Eso no le impide reconocer el pasado heroico de quienes, en nombre del comunismo, lucharon en nuestros países contra la dominación imperialista y por los derechos de los obreros y los campesinos. No omite tampoco el papel generoso de los anarquistas que, como los hermanos Flores Magón en México o la poeta Alfonsina Storni en Argentina, reivindicaron el derecho a la tierra y los derechos de la mujer.

Todos ellos pagaron con cárcel, tortura, lista negra lista para el desempleo, confinamiento en la selva, destierro, su amor por una causa. Lo entendió así el gran franco-vienés George Steiner, quien escribe en su libro autobiográfico “Errata”: “En el núcleo de cualquier programa socialista o comunista consistente hay una mística del altruismo, de la maduración humana, hasta alcanzar la generosidad”.”

En “Aires de familia” hay una ausencia notoria, la de José María Arguedas, y una valoración demasiado genérica de Ciro Alegría. Quisiera yo, en el plano modesto del testimonio, anotar lo que Ciro significó para muchos peruanos, en particular los que teníamos quince años cuando su novela “El mundo es ancho y ajeno” fue prohibida en el Perú. Yo estudiaba la secundaria en la sección nocturna del Colegio Nacional Alfonso Ugarte cuando alguien aportó la primera edición del libro. Era un ejemplar mantecoso, porque había pasado por decenas de manos no precisamente aristocráticas, quiero decir: exentas de rudeza y de faenas. Nos estremeció una frase: “El indio es un Cristo clavado en una cruz de siglos”. Los que despertábamos al marxismo sabíamos cuáles eran el canto y la bandera desplegados por el gringo Jack y su ayudante tras el entierro de los ocho mineros fusilados en Navilca.

El canto bronco y poderoso, que ya antes había sido elogiado por Jorge Basadre, era La Internacional.

Y llegamos así, por la vía de la historia y de la literatura, a José Carlos Mariátegui. En el libro que glosamos, Monsiváis lo define como el teórico marxista más destacado de América Latina y lo señala como autor de un libro excepcional: Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). Allí despliega su defensa del indígena, uno de los grandes temas latinoamericanos silenciados por el racismo.”

Da en el clavo Monsiváis cuando precisa que el análisis de Mariátegui es brillante, despojado de sectarismo. Y añade: “El ejemplo de Siete ensayos (de interpolación, dice una errata desalmada) no cunde. “La urgencia de la hora” pospone la tarea de largo alcance en beneficio de artículos, manifiestos y reuniones interminables. Se lee poco a Marx y por lo común de manera descuidada, y se cita sin convicción alguna la sentencia: Nuestra doctrina no es un dogma, sino una guía para la acción”.”

Buen análisis, buena crítica. Hoy mi experiencia lo puede afirmar.

Monsiváis prosigue, ampliando su perspectiva: “La computarización planetaria y las realidades virtuales completan el efecto causado por la caída del Muro de Berlín en 1989, el derrumbe que no excluye corrupción extrema y hambruna en la URSS (que vuelve a ser Rusia), la disolución del socialismo real y la emergencia del neoliberalismo, la exigencia incesante de privilegios para la minoría ultra capitalista”. Varias veces el insigne honoris causa de San Marcos ha visitado el Perú. En agosto del 2003 señaló la importancia que el informe de la Comisión de la Verdad tiene no sólo para el Perú, sino para toda América Latina. En esa ocasión condenó las acciones de Sendero Luminoso y deslindó: “Sendero Luminoso no sólo pervirtió valores como la generosidad y la solidaridad que podían darse a través del socialismo, sino que nos obliga a revisar las convicciones. No para desistir de ellas, sino para ver hasta qué punto el autoritarismo y el mesianismo destruyen cosas tan fundamentales como la esperanza y el ideal comunitario”.

Asimismo expuso la repugnancia que le causó ver los videos en que Vladimiro Montesinos entrega treinta mil dólares a un honorable miembro de la oposición.

Entre los meritos de Monsiváis está la repulsa rotunda a los represores de su país. En reciente libro, “Parte de guerra II. Los rostros del 68”, su pluma adquiere a la par el acento irónico de Heinrich Heine y el acerado de Víctor Hugo en “Napoleón el pequeño” o en sus discursos parlamentarios contra la tiranía, y también contra la barbarie burguesa ejercida contra los héroes de la Comuna. Se denuncia allí la matanza del 2 de octubre de 1968, en que fueron acribillados, en la Plaza de Tlatelolco, 500 estudiantes.

El 10 de febrero del 2000, Monsiváis dirigió al Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México una carta abierta en que pedía la libertad de unos estudiantes que habían participado en la sonada huelga estudiantil de ese año. Diez años antes había denunciado las crisis de las universidades públicas en todo el país, abandonadas a su suerte presupuestal, en diversas condiciones de deterioro. Recordarlo aquí es nombrar la soga en casa del ahorcado. Lo hago con el masoquismo correspondiente.

Monsiváis se distingue por su lucha en pro de los derechos de las minorías, incluyendo los indios de México o los homosexuales. Pero le preocupan asimismo los derechos de las mayorías. Por ejemplo, los hombres y mujeres esclavizados por la televisión. En alguna ocasión, Emilio Azcárraga Milmo, presidente de Televisa y uno de los hombres más ricos de América Latina, se confesó filántropo, porque a la gente pobre que llegaba cansada del trabajo no le causaba preocupaciones. Al contrario, la ayudaba a no pensar. Aspiraba a lo que más recientemente Norberto Bobbio llamó la sociedad de los siervos contentos. En “Aires de familia” Monsiváis reproduce esta declaración de Azcárraga a la prensa, formulada en febrero de 1993: “Estamos en el negocio del entretenimiento, de la información, y podemos educar, pero fundamentalmente entretener. México es un país de una clase modesta jodida, que no va a salir de jodida. Para la televisión es una dura obligación llevar la diversión a esa gente y sacarla de su triste realidad y de su futuro difícil”.

En esta hora en que algunos escritores peruanos se enzarzan en disputas felinas sobre andinos o urbanos, indigenistas o cosmopolitas, permítanme terminar, al amparo de las enseñanzas de Monsiváis, con estos versos de César Vallejo, que, él sí nos hace pensar: “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!”. Y lo que en México y el Perú se nos pasea en el alma: “¡Rotación de tardes modernas / y finas madrugadas arqueológicas!”.

¡Bienvenido a esta vieja y remozada casona, doctor honoris causa Carlos Monsiváis!

Junio de 2005.

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