“No escribas apurado”, me decía César Lévano, “reflexiona, tómate tu tiempo”. Haciendo caso a uno de sus tantos consejos, tarde, tres días después de su partida, escribo -nunca a su altura maestro- estas palabras.
Por Tomás Carlos Barriga
El Maestro se ha ido después de haber vivido 92 veranos. Lo recuerdo pequeño, caminando lento por los pasillos de San Marcos, se sentaba en una carpeta frente a 30 o 40 alumnos y empezaba a contarnos sus anécdotas de vida. Inexplicablemente empezaba a crecer, se iba haciendo cada vez más y más grande. Brindando con calma y maestría sus lecciones de redacción, sus cátedras de periodismo, sus historias culturales.
De los docentes sanmarquinos que marcaron mi vida recuerdo con admiración a tres maestros extraordinarios: Manuel Jesús Orbegozo, Ricardo Falla y César Lévano. Creo que a este último (con el perdón de los otros dos) era al que admiraba más.
Nunca coincidí del todo con sus ideas políticas, su posición ideológica me pareció siempre muy radical: hijo del anarquismo, ahijado de Mariátegui, apologista de Fidel Castro; pero lo admiré siempre, por su consecuencia, por su sencillez, por su enorme cultura. Los que lo conocimos nunca lo vimos pequeño, siempre fue para nosotros un gigante.
Fue director del diario Última Hora, panelista del programa político Pulso, editor de la revista Caretas y director de La Primera, Diario Uno, la Revista Marka, el semanario Perfil, La Prensa, la Revista Sí. Trabajó por muchos años en la Agencia de Noticias France Presse. En el año 2002, fue condecorado por el gobierno peruano con la Orden al Mérito por Servicios Distinguidos en el Grado de Gran Cruz. Tres años después, el Tribunal Constitucional le hizo un reconocimiento por su defensa de los Derechos Humanos. En el 2011. Recibió el Premio Anual de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y el 2018 recibió el Premio de la Fundación Gustavo Mohme Llona a la Trayectoria Periodística.
“Mi ingreso al periodismo de verdad se vincula con Juan Francisco Castillo, un mulato de una modestia asombrosa y una calidad magnífica. Cuando salí de prisión luego de tres años. Pancho Castillo –a quien llamo mi maestro- me dijo: ‘César, por qué no escribe un artículo sobre su experiencia en la cárcel, yo puedo hablar con Francisco Igartua que es director de Caretas’, y fue así como ingresé al periodismo, escribiendo un artículo titulado Tres años de cárcel, y donde ponía como epígrafe los versos de Nicolás Guillén: ‘Malo es ser libre y estar preso, malo es estar libre y ser esclavo’.”
Recuerdo una tarde en su casa del Rímac, a mediados de los noventa, conversando en su humilde estudio de piso de cemento, luz tenue y paredes cubiertas de libros, olor a humedad, ambiente cálido. Tomamos un vino francés y comimos queso holandés que habíamos llevado con Gustavo Florez para visitar al maestro. Compartimos una charla interminable llena de anécdotas de sus amigos: Manuel Scorza, José María Arguedas, Ciro Alegría, Juan Gonzalo Rose. Compartiendo la merienda con Natalia, su compañera de toda la vida. Ella se adelantó, partió el 2011 a un cielo en el que César no creía.
Con ella se casó poco después de salir de prisión y su amor duró 55 años. Como él escribiera a la muerte de Natalia: «He sido huérfano de padre y madre desde niño. Pero ahora soy más huérfano que nunca. Ayer me dejó Natalia, mi esposa de toda la vida, la delicada y hermosa flor que no sé cómo supo acompañarme y ayudarme siempre, en las buenas, en las malas y en las pésimas. Ni siquiera cuando, con cuatro hijos a cuestas, estaba en la lista negra redactada en Palacio y no me daban trabajo, nunca jamás le escuché una queja, un reproche, una cólera. Era el retrato vivo de la mujer fuerte y dulce de nuestro pueblo.”
Él siempre repetía en sus clases de San Marcos un verso de Mariátegui dedicado a su esposa “La vida que te falta, es la vida que me diste”, creo que pensando en su amada Natalia. Ahora ya está con ella de nuevo, riendo y leyendo los libros que siempre repasaban juntos.
“Mi madre era una mujer alegre que amaba la poesía y a la que le gustaba declamar. Se llamaba Rosa Amelia, fue maestra de escuela y trabajó también como linotipista. Tenía una inquietud por explorar y aprender, que no era propia de esa época. También eso me ha hecho sentir siempre que la mujer tiene un papel activo en el mundo intelectual, algo que, en el pasado, era casi una herejía”.
Siempre de tragedia en tragedia, de prueba en prueba. Huérfano de madre a los 6 años. Su padre inválido víctima de las torturas del gobierno de Leguía, la pérdida de su pierna a los 11 años cuando un militar ebrio arremetió contra él y su puesto de canillita. Estuvo en prisión por su militancia comunista en El Sexto, el panóptico, el Frontón y La Cárcel Central, siempre con buen humor contaba que la prisión le sirvió para perfeccionar su alemán.
“Yo nací comunista, mi primera experiencia, lecciones y literatura han sido comunistas. He tenido también problemas con el partido, he ido calumniado hasta de las cosas más terribles, pero prueba de que todas eran falsas es que me han llamado a colaborar nuevamente con el partido. He sido incómodo como político, una vez dije, cuando tenía un problema de disciplina, que no me gusta ser dirigente sino ser bien dirigido, pero no he encontrado una buena dirección. Pienso que el comunismo ha perdido mucha gente por dogmatismo, sectarismo y falta de fraternidad. Sin embargo, me considero de la familia comunista y no reniego de ella.”
En sus años finales, no fue bien tratado por la Decana de América, Universidad donde lo conocí siendo uno más de sus miles de alumnos. Le reconocieron 1181 soles por 38 años, “me pagan con un mendrugo envuelto en un insulto…” afirmó en su columna del Diario Uno, luego de cobrar su primera pensión de 820 soles, después de 10 meses de jubilarse.
Sereno siempre, sabía ser enérgico en su tranquilidad, siempre haciendo bromas sanas. Admirador de Vallejo y Neruda. Aprendió de manera autodidacta a hablar francés, alemán, inglés e italiano.
En esa tarde del Rímac en que nos concedió una entrevista, rodeado de su viejo escritorio de madera cubierto de revistas y periódicos; una pianola a manera de estante para los casetes de audio, nos hablaba de la pobreza del periodismo, de la brillantez de comienzos del siglo XX, con Yerovi, Mariátegui, Valdelomar y Palma.
Nos habló de la necesidad de que el periodismo no esté divorciado de la cultura humanística y literaria. Era evidente para él que sin un trato con los valores culturales no se puede escribir bien, y menos tener una percepción clara de los fenómenos individuales y colectivos que se dan en el mundo.
A ratos agrandaba sus ojos vidriosos cuando hablaba de su padre, Delfín Lévano –escritor y luchador obrero: “…tenía una gran pureza moral, él había sido invalidado por la tortura a fines del régimen de Leguía. Fue metido en los aljibes del Real Felipe, lo habían golpeado, lo dimos por muerto durante semanas. Un día regresó hinchado por la excesiva permanencia en el agua, ya no podía caminar. Una vez un comandante de La Marina, Alfonso Vásquez, fue a ofrecerle becas para nosotros, sus tres hijos, a cambio de que le entregara, para la 1era. exposición de prensa peruana, toda la colección de periódicos y volantes que tenía. Mi padre se negó y le dijo: ‘yo no puedo negociar con lo que no pertenece, esos materiales pertenecen a la masa obrera y yo no puedo favorecer a mis hijos a cambio de eso.’ Pensé que mi padre era un gigante.”
En diciembre del 2018, publicó “Poemas y otros cantares” una recopilación de toda su poesía, pero ¿Quién lee poesía en el Perú? A veces veo por Youtube, con algo de envidia, recitales de poetas contemporáneos españoles: Benjamín prado, Joaquín Sabina, Elvira Sastre, y una docena más, que llenan auditorios leyendo sus versos. Aquí en el Perú un poeta es un paria, un artista medio avergonzado, que no encuentra sus libros en una librería porque los libros de marketing, comics y autoayuda ocupan casi todos los estantes.
“Para mí la poesía es un placer antiguo, también en eso recibo la herencia de los obreros anarquistas, mi padre era un admirador y gustador de la poseía. A él fue a quien por primera vez oí decir que Chocano no era un gran poeta y que el gran poeta era Vallejo. Cuando en las escuelas y universidades Chocano era el poeta de América. Me pareció entonces una locura, pero el tiempo lo ha confirmado. Mi madre recitaba poesía en los festivales en las veladas obreras y he tenido la suerte de ser amigo de grandes poetas como Juan Gonzalo Rose o Carlos Germán Belli; y de músicos como Pablo Casas o de Manuel Acosta Ojeda. Pero siempre la poesía será para mí un arte sagrado, leo poesía con frecuencia y la cultivo como un vicio secreto.”
Hay una tristeza profunda en todos los que le tuvimos afecto, no solo admiración intelectual. Todos aquellos que fuimos influidos por su decencia independientemente que estuviéramos en desacuerdo con sus ideas. En una época de políticos corruptos, gobiernos genuflexos y periodistas con doblez, nos hará mucha falta. Todos ya saben que se llamaba Edmundo, que se autobautizó como un emperador cuando aún era un niño.
“Yo estudiaba en la nocturna del colegio Alfonso Ugarte y sacamos una revista de cultura, escribí allí unos articulejos firmados, cuando vi mi nombre Edmundo Lévano, me pareció nombre de farmacéutico. Yo era lector de Vallejo, tal vez no lo entendía mucho, pero me impactaba, y dije mejor voy a firmar César Lévano, y es chistoso porque a veces me giran un cheque como César Lévano y no puedo cobrarlo.”
Descanse en paz, Maestro. Saludos a la señora Nati.
Publicado en La Mula, el 27 de marzo de 2019.