Por César Lévano
Manuel González Prada es un hombre que no solo dio lección de rectitud moral y de cultura, sino que también identificó y marcó a fuego los vicios de nuestra sociedad, que persisten como acabamos de ver en el Poder Judicial. No se le escuchó en las altas esferas, pero su voz penetró en las filas obreras tempranas y contribuyó a la lucha de la clase obrera naciente, y protestó contra la explotación y el desdén al indio.
De él arrancan el ímpetu proletario, el nuevo aliento campesino, el socialismo peruano, la renovación de la prosa y el verso no solo en el Perú, sino también en el entorno continental.
Imposible es no ver en José Carlos Mariátegui y en el Haya de la Torre joven el influjo de su “noble y fuerte rebeldía” (como dijo Mariátegui, en el ensayo que le dedica). Ciro Alegría y José María Arguedas, César Vallejo y Eguren ostentan su huella.
Hasta hoy conserva validez su juicio sobre las causas de nuestra derrota en la guerra con Chile: el Estado empírico y el abismo social.
Todo el movimiento social del siglo XX peruano nace en la primera conmemoración peruana del Primero de Mayo, en 1905. No es casual que en ese acto, convocado por la Federación de Obreros Panaderos “Estrella del Perú”, hubieran dos discursos históricos, publicados al día siguiente en La Prensa: el de mi abuelo, Manuel Caracciolo Lévano: “Lo que son y lo que debieran ser los gremios obreros en el Perú” y el de Don Manuel: “El intelectual y el obrero”. Los obreros de vanguardia llamaron a esa velada “la pascua roja de los revolucionarios peruanos”.
José de la Riva Agüero afirmó a comienzos del siglo pasado que la influencia de González Prada disminuía entre los jóvenes. Errado. Ventura García Calderón pensó lo mismo. Errado.
Al gran rebelde, anarquista y anticlerical lo han querido encerrar en una tumba de sombra y silencio. Le tienen miedo.
Aprovecho este momento para dar un testimonio respecto al personaje que provenía de las clases altas y que era, de lejos, el peruano más culto de su época. Él visitaba a mi padre, Delfín Lévano, en su cuarto de callejón. Los vecinos del conventillo me contaban que un día el perro de la casa que mi padre había bautizado como “Chiriboga”, apellido del arzobispo, se abalanzó sobre el visitante ilustre y le manchó el terno de seda cruda. Cuando mi madre quiso castigar al can, Don Manuel le dijo: “Déjelo. El terno se manda lavar. El cariño del perro no tiene precio”.
Ese gigante del pensamiento y la conducta, ese gran adelantado de la lucha contra la corrupción y el servilismo, ese precursor de la justicia y la libertad, era también un humanista.
Publicado en Perfil el 20 de octubre de 2018.