Crónica sobre una especie que se resiste a la extinción, los libreros «de viejo», tenaces promotores de la cultura en el Perú.
Por César Lévano
Soy, oiga usted, uno de los que vieron, sucesivamente, el esplendor y la miseria de las librerías de viejo de Lima. Ocurre que nací a dos cuadras del Parque Universitario, en cuyo entorno florecían las hojas de segunda mano. Allí compré, milagrosamente, hace muchos años, la edición príncipe de Fleurs du mal; sí, esa edición primigenia de 1857, que en París condujo a su autor ante los tribunales, por delito de ultrajes a la moral pública, con sentencia de multa y supresión de seis poemas. Mi ejemplar escapó de la requisa. Está intacto.
El jirón Azángaro, en las proximidades de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, era zona de amplios patios poblados de estanterías. En esa arteria, en la cuadra misma de la Universidad, al lado de ésta, se hallaba la compraventa de Mena. Cinco metros de altura tendría cada anaquel. Hay testimonios de que allí solían llegar, a principios de siglo, Manuel González Prada, José de la Riva Agüero y Raúl Porras Barrenechea. Jorge Basadre fue, sin duda, asiduo. Pablo Macera llegaría después.
Alfonso Tealdo, en la que probablemente es la mejor entrevista en la historia del periodismo peruano, en la revista «Gala» (1948) brinda una estampa de Porras en ese local. He aquí palabras del historiador:
«-Yo era un estudiante pobre, impecunioso, como diría Belaunde (Víctor Andrés); pero, desde los dieciocho años, aficionado a recorrer librerías de viejo. Había dos cerca de la Universidad: la de Víctor Tassara, hermano de Glicerio, el formidable polemista director de «Germinal», y la de Enrique Baglieto.»
Y comenta Tealdo:
«Era un pequeño rincón, la librería, junto a la casa de préstamos de Tassara». «Porras, a veces, entra en la primera para comprar en la segunda. Un día se queda mirando a un hombre elegante de ojos azules y bigotes blancos y sedosos. Es Manuel González Prada, amigo de Tassara».
EL MARQUES CAUDALOSO
Yo alcancé, en los años treintas, la casa de empeños de Tassara. Si la habré frecuentado. Pero la librería adjunta ya no existía. Seguía existiendo, en cambio, la de Baglieto, aunque ya no era de éste, sino de un señor Vélez, quien luego la cedería a Manuel Mena. Vasto espacio aquél, de anaqueles y mesas repletos.
Jorge Vega, abanderado de los libreros de viejo de nuestra capital, precisa que Mena fue quizás el que más dinero hizo. Llegó a tener treinta o cuarenta fincas en Lima. Claro, con clientes como Riva Agüero, que no pedía ni toleraba rebajas.
GENEROSIDAD
En la cuadra anterior de Azángaro, atravesando La Colmena, tenía su negocio don Nolberto Muñoz. Local estrecho, gran personaje. Veamos este episodio presenciado por Jorge Vega.
-Un universitario, después de examinar y escoger libros, dijo a Muñoz: «Por favor, sepáreme esto, que ahora no tengo dinero». Muñoz, que por primera vez veía al estudiante, replicó: «No te preocupes, hijo. Llévatelo y después me pagas».
Hay otra historia de generosidad, aparte de alguna trágica que luego veremos.
-Resulta, dice Vega, que un día fui a Tacora y compré lo que era la colección más importante sobre arqueología, la del Smithsonian Institute. Era cualquier cantidad de tomos. En mi casa comencé a abrirlos y vi que todos tenían tarjetas y sellos. Las tarjetas eran de Julio C. Tello, y los sellos, de San Marcos. Preocupado por esto, llamé a mi gran amigo don Emilio Choy. Me dijo que fuera de inmediato con todo el cargamento a su casa. Al ver los volúmenes, comentó: «¡Qué maravilla! ¿Cuánto ha pagado por esto?» «Tanto», le dije. «¿En cuánto pensaba venderlo?». «En tanto». «Le doy diez veces más y yo me encargo de devolver esto a San Marcos».
LA VIUDA TRISTE
Vega recuerda una anécdota curiosísima de hace años. «No voy a divulgar nombres», me dice. «Me llama la viuda de un intelectual recién fallecido. Me encuentro con una biblioteca impresionante. Le planteo la posibilidad de comprarla».
-No, me responde. Acá tiene usted plata para el camión. Llévese los libros, por favor.
«Yo medité», rememora Vega. «A lo mejor esta señora tenía parientes y podría surgir algún problema. Después me di cuenta de las raíces psicológicas. Los libros habían segregado a esta mujer del amor de su marido, del dinero de su marido y del tiempo de su marido. Apenas muerto éste, ella se vengaba de los libros, expulsándolos»
«Los libreros de viejo vivimos de la ignorancia de algunos y el afán de saber de otros», sintetiza Vega. Señala que entre los jóvenes, particularmente en las redacciones periodísticas, ya no hay la «demanda torrencial» de otras épocas. «Por razones obvias: la capacidad adquisitiva del periodista de ayer era inmensa comparada con la del periodista de hoy. Eso le permitía comprar libros y divertirse. El de hoy puede con las justas comer. Para divertirse busca televisión».
Pero quedan buenos libreros de viejo. Uno de ellos es Marsano Huertas, de la calle de la Amargura, jirón Camaná. Que posee la colección más completa de novelas peruanas, más que la de la Biblioteca Nacional. Tiene un fichero de la novela peruana que el Estado debería editar.
-Lo que me ha sorprendido, en medio de esta crisis de la economía, expresa Vega, es la gran necesidad que tienen mis clientes de libros de cocina y de la antropología, las costumbres, de la culinaria.
-Será por motivo de hambre, le atajo.
-Es una cadena sin fin, ésta de los libros de lance. Una cadena con eslabones perdidos en el tránsito entre lector y lector, biblioteca y biblioteca. ¿Cómo se explica, oiga usted, que yo haya podido comprar en Lima hace años dos tomos de las obras completas de Ludwig Feuerbach, el filósofo alemán, en su edición original de la Druck und Verlag von Otto Wigand, fechada en Leipzig, 1846? A lo mejor son los textos que Carlos Marx tuvo en sus manos para su crítica de la crítica crítica, hoy tan criticada (su crítica).
Publicado en Caretas 1543, 1998.