Por César Lévano
Ayer se cumplieron 17 años de la muerte de César Calvo. En homenaje a él reproduzco párrafos del ensayo que escribí para el libro César, siempre, publicado en el 2002 por Juan Pedro Carcelén con recuerdos de amigos del poeta.
Difícil escribir sobre César Calvo muerto. Difícil empezar cuando él no ha acabado.
Lo veo de pie, alto y delgado, con esos ojos que eran ventanas abiertas para que saliera la luz. Vivo. Resuelto en la decisión y la voz, diciendo la verdad en prosa o verso, emprendiéndola a golpes, incluso físicos, contra los farsantes, contra los explotadores y la explotación, y, en general, contra un sistema cuyo bastón de mando es un gran garrote.
En sus ratos libres –todos sus ratos eran libres– enamoraba a las muchachas en flor, que le devolvían el cumplido.
Como Maiakovski, hubiera podido decir: “Conmigo se ha vuelto loca la anatomía. Soy todo corazón”.
Más de una vez me repitió que conversaba a solas con Javier Heraud, su hermano del alma, abaleado muchos años antes en el río Madre de Dios. Javier había muerto el 15 de mayo de 1963, cuando participaba en un intento guerrillero al cual César no era ajeno. Javier acababa de cumplir 21 años cuando lo desgarraron con decenas de balas dum-dum. Cómo olvidarlo. Para que nunca muriera, César hablaba con él.
Intentaré ahora continuar mis diálogos con César Calvo. Escucharé su sombra.
Lo conocí allá por 1947. Fue en uno de esos recitales que los poetas Gustavo Valcárcel, Juan Gonzalo Rose, Alejandro Romualdo Valle y otros más jóvenes ofrecían ante públicos masivos en sindicatos, universidades y muchos centros culturales, nacidos al calor de la libertad, una vez más reconquistada. Fue una primavera de poesía y militancia y de poesía militante.
Yo había salido poco antes de prisión. Vibré de alegría al reconocer ese adolescente que era César el gonfalonero de una generación en que el verso libre era, sin fisura, lírico y épico, nupcial y civil, y siempre, siempre la tonada. La música de fondo era Vallejo.
Ya entonces distinguían a Calvo la pulcritud del verso, el austero deber frente a los problemas sociales, y la risa, una risa enorme, asombro matinal de su alegría.
Todavía no había escrito el gran poeta irlandés Seamus Heaney su fórmula bifronte: “De un lado, la poesía es secreta y natural; del otro, debe abrirse paso en un mundo público y brutal”.
El humor de Calvo era repentino y punzante. Una prueba notable se encuentra en su libro Campana de palo, (Lima, 1986). Es una colección de textos publicados (o censurados) en el diario El Popular de nuestra capital. He aquí algunos ejemplos:
.“Antes solamente robaban los ladrones”.
.“Ningún país podrá ser independiente si sigue dependiendo”.
.“Guardar plata es como guardar juventud para cuando uno esté viejo”.
.“En el Perú los inocentes sólo tienen un día, los otros 364 son del Gobierno”.
“Vivir fuera del Presupuesto es vivir en el error”.
Pero Calvo no hizo sólo eso en materia de periodismo. Habría que releer y publicar sus textos dispersos en diarios como Correo o La Crónica. Yo no quiero olvidar la entrevista que hizo al poeta chileno Enrique Lihn, su gran amigo. Allí vi más claro que nunca cómo los poetas saben escribir una prosa distinta porque ven a personas y cosas de otra manera. Las ponen en foco, las rodean de luz, aprehenden su vibración. Como explicó James Joyce: “La claridad de que habla (Santo Tomás) es, en escolástica, quidditas, la identidad del objeto. El artista percibe esta suprema cualidad en el momento en que su imaginación concibe la imagen estética. El estado del espíritu en este instante misterioso ha sido admirablemente comparado por Shelley con el carbón en el momento de apagarse”.
Aquí quiero algunos hechos. Un día que se presentó en mi casa César Calvo, expresamente para obsequiarme un libro antiguo. Era El Parnaso español y Musas castellanas de don Francisco de Quevedo y Villegas, en edición de Barcelona, 1866, Imprenta Hispana de Vicente Castaños y “sacada de la antigua edición impresa a últimos del siglo XVI”.
Es una maravilla de edición, con litografías de todas y cada una de las musas. Entre los numerosos versos que hay en sus 751 páginas se me vienen a la memoria éstos del soneto IX de la Musa VII:
Amor me ocupa todo los sentidos
Absorto estoy en éxtasis amoroso,
No me concede un rato de reposo
Esta guerra civil de los nacidos.
Los recuerdo porque me parecen corresponder a lo que la vida de quién me dijo, en Letra y música: “Creo en el amor a la mujer, el amor a la patria y el amor a los demás, que es el fundamental”.
Pero prosigo mi colección de recuerdos. En 1997, en un programa por el aniversario de Letra y música, Calvo me llevó un presente. Dijo entonces: “Quiero poner este plato en las manos de tu gran poesía, cuyo tiempo tiene el tamaño de tu nobleza y de tu bondad. Hermano querido: en nombre de Javier Heraud, de Luis Hernández, del cholo Nieto y de todos los que están acá, acepta por favor este pequeño homenaje y testimonio de adhesión”.
Muchas personas me han preguntado por este plato. Mi esposa me dice: “Cuando escuché el programa, con esas maravillosas palabras, yo imaginé que era un plato de oro. Cuando lo vi, comprendí que era mucho más que eso”.
Es un plato pequeño, sencillo, bello. Yo no sé cómo será recibir una condecoración oficial o un premio solemne. Felizmente ya estoy muy viejo para tonterías. Pero proclamo que nada me es tan hermoso y halagador como ese plato. Mi mujer y mis hijos también lo aprecian como lo que es: una joya reluciente extraída desde el fondo del alma de un auténtico poeta.
Es decir, de la vida. Ya lo dijo Calvo en el Instituto Italiano de Cultura en una extraordinaria improvisación que felizmente está grabada: “El poema no es el reflejo de la vida. El poema es la vida”. En aquella ocasión expresó también: “La poesía es como el bastón de un ciego. Con ella en la mano es posible seguir el camino, pero no es posible verlo”.
Diario Uno, 20 de agosto de 2017.