Por César Lévano
Un texto del sábado 15 del diario madrileño El País sobre la vida y la obra de Violeta Parra me trajo a la memoria una experiencia inolvidable: En el Estadio Nacional de Santiago de Chile con tribunas y cancha repletas decenas de miles de personas cantaron, de súbito y en masa la canción de Violeta Parra “Gracias a la vida”.
Ocurrió en 1990, en un mitin que festejaba el fin de la dictadura fascista de Augusto Pinochet y la elección de Patricio Aylwin como presidente constitucional de Chile. Ironía de la historia: Aylwin, líder del Partido Demócrata Cristiano de Chile, había creado en 1973 el Bloque de Derechas que apoyó a Pinochet.
Aquel emocionante episodio del Estadio estuvo acompañado de multitudes que se sumaban a la fiesta cívica a lo largo del recorrido del auto de Aylwin.
Resalto el hecho de que los manifestantes eran jóvenes y gran parte, mujeres. La música que entonaban era una afirmación de la vida contra un régimen asesino. Un canto a la resurrección de la democracia.
El homenaje de El País ha sido escrito por Rafael Gumucio, como parte de la celebración del centenario de Violeta.
Hija de un profesor de primaria, Violeta empezó cantando en circos, calles y velorios. “Llevo 40 años sufriendo”, dijo una vez. En su etapa inicial formó con su hermana Hilda un dúo que interpretaba boleros y rancheras.
Su hermano mayor era el poeta y físico genial Nicanor Parra. Un día de 1952, ella le preguntó qué leía con tanta atención. Él le respondió que estaba estudiando la poesía popular de Chile del siglo XIX, con el propósito de escribir un Martín Fierro chileno. Ella salió de la casa de su hermano y volvió horas después con cientos de páginas con cantares que los ciegos entonaban en los bares de mala muerte.
Precisa Gumucio:
“Folcloristas, rockeros, raperos, poperos, pero también escritores, pintores, arquitectos, filósofos y bailarines buscan en la obra siempre inconclusa, siempre debutante, de Violeta una raíz a la que asirse. La nueva canción chilena, pero también la Nueva Trova cubana, la obra de Mercedes Sosa, Paco Ibáñez o Joaquín Sabina no se entienden sin Violeta. Una obra que crece y se complica en la medida en que se encuentran nuevos tapices, cuadros, grabaciones, cartas y manuscritos que dan cuenta de su manía de convertir todo en personal, todo en único, evitando siempre el prestigio de los profesionales, siendo en todo siempre una debutante que consigue la obra maestra en el primer ensayo”.
Un día de febrero de 1967, en la carpa en que pensaba fundar una universidad del folclore, se disparó en la cabeza. Pero ya le había dado gracias a la vida.
Diario Uno, 19 de julio 2017.