Por César Lévano
En mayo de 1977 se imprimió en Buenos Aires la primera edición de Cien años de soledad, novela escrita por un exiliado colombiano que se moría de hambre. En otro lugar de esta edición especial presento el texto con que el escritor argentino Orlando Barone rememoró la época en que nació aquella obra que relata, en una prosa tocada por la fantasía y la verdad, la soledad de Nuestra América.
Una soledad que persiste a fuerza de terrorismo de Estado, de poder imperialista, de corrupción, de engaño y crimen.
En el inolvidable discurso con que agradeció en Suecia al Premio Nobel de Literatura, García Márquez pidió para nuestros pueblos una segunda oportunidad sobre la tierra. Nos la niegan sin pausa.
No me resisto al deseo de compartir un fragmento de las páginas de Cien años de soledad sobre la matanza de bananeros colombianos en 1928. Es una obra maestra de épica nuestra. En enero de 1931, recién llegado a Madrid, César Vallejo fue entrevistado por el periodista César González-Ruano, y declaró:
“Si usted me preguntara cuál es mi mayor aspiración en estos momentos, no podría decirle más que esto: la eliminación de toda palabra de existencia accesoria, la expresión pura, que hoy mejor que nunca habría que buscarla en los sustantivos y en los verbos… ¡ya que no se puede renunciar a las palabras!”.
En este texto de Gabo casi no hay adjetivos:
“Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
–Señoras y señores –dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada–, tienen cinco minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se movió.
–Han pasado cinco minutos –dijo el capitán en el mismo tono–. Un minuto más y se hará fuego.
José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la mujer. “Estos cabrones son capaces de disparar”, murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
–¡Cabrones! –gritó–. Les regalamos el minuto que falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto”.
Diario Uno, 28 de mayo de 2017.