Acaba de aparecer «La utopía libertaria en el Perú» (Fondo Editorial del Congreso), que recoge el espíritu de los obreros anarquistas de inicios del siglo XX, padres de la lucha por las ocho horas de trabajo. Conversamos, con César Lévano, uno de sus autores y nieto e hijo de estos pioneros (artículo publicado originalmente en el suplemento El Dominical, de El Comercio, 16 de junio de 2006)
El siglo veinte se inicia en Lima con una huelga de panaderos (1901). La ciudad acostumbrada al consumo de pan (en una panadería popular de la época se podían encontrar hasta trece variedades), siente la pegada. A partir de entonces se sucederán diversas paralizaciones en 1904, 1905, 1912, 1918 hasta la consecución de la jornada de las ocho horas de trabajo en 1919. Los gestores de estas luchas fue un grupo de obreros panaderos olvidado por la historia oficial, que sin embargo logró organizar a los diversos sindicatos de Lima y otras ciudades alrededor de las ideas anarquistas de Manuel González Prada. Eran tiempos difíciles. Estos hombres tenían que trabajar de noche, de doce a quince horas, en condiciones paupérrimas, y su despido dependía más o menos del humor del capataz de turno. Aún así se dieron tiempo y maña para organizar a los dispersos gremios obreros, escribir artículos, editar periódicos, animar veladas sindicales y fundar centros culturales en Barrios Altos, La Victoria, Vitarte y otros barrios de la ciudad. Dos de las cabezas visibles de este movimiento fueron Manuel Caracciolo Lévano Chumpitás y su hijo Delfín Lévano, ambos, ahora, rescatados del anonimato por un libro que recoge de primera mano la historia del anarcosindicalismo peruano.
El volumen es una compilación de discursos, artículos, manuscritos, conferencias y material poético y en prosa del movimiento y su coautor -junto a Luis Tejada- es el periodista y profesor universitario César Lévano, hijo y nieto de estos dos pioneros.
De voz sosegada, pero vigorosa, Lévano siente que ha pagado un tributo personal e histórico, pues el libro no es solo un relato intimista de dos luchadores sociales, sino también una fuente indispensable para los historiadores, quienes, en adelante, no podrán eludir los hechos que aquí se narran. “Para mí ellos son como los Guamán Poma del movimiento obrero inicial”, dice.
¿El libro es una recompensa histórica de los obreros anarquistas de inicios del siglo XX?
El movimiento anarquista peruano tiene como maestro a Manuel González Prada. Ese aristocratismo que se le reprocha a González Prada no es cierto. Él iba al callejón donde yo nací (jirón Mapiri, hoy Aljovín) a visitar a mi padre. Esa fue la gran influencia ideológica de ellos. Él les enseñó, sobre todo, que las reivindicaciones sociales no servirían de nada si el trabajador no tenía un afán por la cultura y la dignidad. Y no solo el trabajador de la ciudad, sino también el indio y el campesino. Hay huellas del trabajo de los anarquistas en Lima, Trujillo, Chiclayo, en la sierra central, Cusco, Puno. Es evidente que este movimiento ayudó al nacimiento del Apra y del Partido Socialista de Mariátegui y también fue fuente del indigenismo de los años veinte en el Cusco, muchos de sus miembros eran ex anarquistas o anarquistas.
El movimiento tenía como padres intelectuales a los anarquistas rusos.
Yo creo que la mayor influencia no fue Bakunin, sino Kropotkin, el príncipe ruso. Pero a diferencia de los anarquistas de otras partes, que eran violentos, ellos nunca incidieron en un acto terrorista, nunca pusieron una bomba ni mataron a un gobernador, ni a un presidente, jamás. Su interés mayor estaba en organizar el movimiento obrero, después buscaban la reivindicación social y un componente importante de su discurso fue su vocación de cultura y su sentido de lo nacional. Luego, tenían un sentido ético y moral muy grande y el valor que más proclamaron fue la solidaridad. En el pabellón de los tejedores de Vitarte está la palabra “Solidaridad”, que según me contó Héctor Merel, un vitartino de la época, fue puesta por mi padre.
Ochenta años antes de Walesa.
(Risas). Sí, pues. Ese sentido de la solidaridad y desde luego su apartamiento de la política. Hasta el último, ellos no creían ni en el aprismo ni en el socialismo. Creían más en una especie de utopía libertaria, que el movimiento obrero podía hacer colapsar al capitalismo, sin la ayuda de ningún partido.
Una aclaración importante del libro es sobre quiénes fueron los gestores de la jornada de las ocho horas, ¿Haya no fue el padre de la idea como muchos piensan?
En el libro se recoge el discurso de mi abuelo del 1 de mayo de 1905, donde él plantea la conquista de las ocho horas. También se reproduce el fragmento del estatuto de la Federación de Panaderos La Estrella del Perú y ahí dice con mucha claridad, “luchar por las jornadas de las ocho horas”. Ellos comenzaron esas luchas. En 1917, en Huacho, hubo una matanza terrible (150 mujeres), cuando las fuerzas del Estado reprimieron una movilización de campesinos que reclamaban las ocho horas de trabajo, y en esa época el señor Haya de la Torre todavía no había venido a Lima.
Sobre la actividad cultural de los anarquistas, siempre me causó impresión cómo, siendo obreros, podían tener ese gusto por el teatro, la poesía, incluso la ópera.
Lo interesante es que tanto el Centro Apolo (creado en 1906) como el Teatro de Vitarte eran de obreros. Ellos ponían obras teatrales de Florencio Sánchez, quien es hasta ahora el mayor autor teatral que ha dado América Latina, y quien creó la obra «El canillita», nombre con el que desde entonces se conoce a los vendedores de periódicos. Ellos hacían adaptaciones de obras de Tolstoi, y si uno piensa ese era el mejor teatro de Lima en ese momento, interpretado por hombres y mujeres trabajadores. Hay una entrevista que le hacen a Carlos Revolledo, el actor teatral de la primera mitad del siglo XX, y él contaba que se inició en el grupo teatral obrero y que hacían teatro de la calle, imagínate cien años antes.
¿Cómo eran estas jornadas culturales?
Eran veladas. Hacían el programa en los capillos de bautizo, y uno se asombra de lo que ahí se anunciaba: se cantaba la internacional, que era el himno de los trabajadores, después alguien recitaba, otro cantaba un aria de ópera, algo increíble. Y después, venía la fiesta propiamente dicha. Los sindicatos eran movimientos sociales y culturales.
Cuando salió «Horas de lucha», el libro de González Prada, se hizo una gran velada para recibirlo.
Sí, pero la más importante fue la del 1 de mayo de 1905, cuando González Prada pronunció su discurso «El intelectual y el obrero», un acto decisivo en el sindicalismo peruano, que tuvo un peso y una trascendencia enorme. En esa misma ceremonia mi abuelo pronunció el discurso donde reclamaba por las ocho horas de trabajo. Ambas intervenciones fueron publicadas en La Prensa, el 2 de mayo de 1905.
El libro también recoge importante material en prosa y en verso y muchos textos son firmados por Lirio del Monte, ¿quién era este personaje?
Era mi padre. Se llamaba Delfín Amador Lévano Gómez y a veces firmaba como Amador Gómez. Mi abuelo también firmaba a veces como Manuel Chumpitás o Comnalevich. Pero normalmente mi padre era más literato.
Ahí se recoge el cuento «Noche de Navidad», que es un relato áspero, de gran intensidad, y que denota, además, el nivel cultural de su autor. Pocos podrían pensar que se trataba de un trabajador panadero de entonces.
Sí, cuando estábamos armando esta edición, Rafael Tapia, (del Fondo Editorial del Congreso) se sorprendía de la energía de estos hombres. Tenían un estilo de luchadores, que entregaban el alma, aunque siempre eran equilibrados emocionalmente.
¿Y cómo se fue apagando el movimiento?
Surgió la división, y al mismo tiempo fue emergiendo el aprismo y después el socialismo. Pero también hubo una represión muy fuerte durante el gobierno de Leguía y después durante las dictaduras de Sánchez Cerro y Benavides. Entonces, quedaron los apristas y comunistas, que tenían ideas más modernas. Pero se perdió ese sentido del sindicato como instrumento de cultura. Ahora para el 1 de mayo hay sindicatos que organizan bailes, juegos de fulbito, y ni se acuerdan el significado de esta fecha.
El Dominical, suplemento de El Comercio, 16 de junio de 2006.