Poesía ´64. Una Primavera Florida

Poeta Javier Heraud (foto: laconjuradeloslibros).

Libros de versos que no sólo interesan a la literatura.

Por César Lévano

En lo que va de este año se han publicado libros de poesía que mere­cen la atención no sólo de los literatos. En realidad, desde hace años se habla en Latinoamérica de la excepcional calidad de la poesía pe­ruana actual, digna continuadora de César Vallejo. En estas páginas presentamos un breve panorama de los libros y los autores de poesía editados en lo que va de este año, incluyendo a un poeta que no pue­de editar por encontrarse en El Frontón y a un trío de jóvenes que no están todavía en condiciones de imprimir sus versos. A algunos lec­tores quizá le sorprendan por su novedad algunas de las creaciones, a otros les llamará la atención la variedad de ocupaciones y aficiones que pueda tener un poeta (desde el lavado de platos hasta el esquí acuático). Pero estamos seguros de que todos estarán de acuerdo en que estos escritores se ocupan de cosas que nos conciernen a todos: «el amor, la muerte, la redención del hombre» y que tienen mucho que ver con el destino de nuestra patria, «hermosa como una espada en el aire» (Javier Heraud).

La última vez que Mario Vargas Llosa estuvo en Lima, le pedí su opinión sobre la poesía peruana actual. El gran novelista me dijo:

—Cada vez que en París me preguntan por la nueva poesía latino­americana, les leo versos de Carlos Germán Belli. Creo que en Belli tenemos un poeta realmente extraordinario.

En esos días, Belli acababa de publicar «El pie sobre el cuello» Después, en el transcurso de unas cuantas semanas, han aparecido «Poesías Completas» de Javier Heraud; «Las Comarcas» de Juan Gonzalo Rose; «Los encuentros» de Reynaldo Naranjo; «Cumanana» de Nicomedes Santa Cruz y «Zora, imagen de poesía» de Eleodoro Vargas Vicuña. Cuando estas líneas salgan a luz, estará listo «La ma­no desasida», libro de Martín Adán que vendrá acompañado de una grabación con la propia voz del autor. No puede negarse que la poesía peruana atraviesa por una primavera florida.

La historia dirá quizá que fue este año de 1964 uno de los más importantes para nuestra vida espiritual, porque durante él se pu­blicaron estos trabajos esenciales de Heraud, el poeta mártir, o de Rose, que ambula sin trabajo en París, o de Adán, que con el rayo de la belleza y la ironía defiende el agobiado recinto de su soledad.

Heraud y las balas

El poeta que cayó abaleado por la fuerza pública el 15 de mayo de 1963 en Puerto Maldonado, en la selva amazónica, es ya una le­yenda fulgurante. Puede discutirse si era inevitable su sacrificio; si no era quijotesco un intento guerrillero tan desprovisto de plan, tan ajeno a todo fervor de multitud, a toda organización propiamente partidaria. Lo que nadie pone en tela de juicio es la limpieza moral, el arrojo, de ese muchacho arrogante, que en la flor de la edad y del talento, a los 21 años, se sacrificó en aras de un ensueño de justicia.

Muerte injusta y crudelísima, que se hace más hiriente cuando se sabe que al caer atravesado por las balas en medio de un río, ya su compañero de expedición había enarbolado la bandera blanca que se respeta hasta entre los enemigos más crueles.

Riva Agüero consideró, con injusto desdén, que Mariano Melgar era sólo «un momento curioso de nuestra literatura» y que a su fama había contribuido mucho «su patriótica y prematura muerte». Nadie podrá afirmar, en cambio, que el renombre de Heraud se deba a las circunstancias de su muerte. El tomo de «Poesías Completas» nos lo muestra como gran artista desde su primer libro, publicado a los 18 años.

Temprano supo él tocar los grandes temas: «el amor, la muerte, la redención del hombre», para decirlo con sus propias palabras.

«El Río» es un descubrimiento alegre de la naturaleza y de los hombres. Después, poco a poco, como en un temprano otoño del alma, el poeta se irá desprendiendo del júbilo adolescente. Hay en el mundo demasiadas sombras, demasiada fealdad. Las flores y los frutos de la primera edad pierden su aroma.

El poeta peruano de hoy se encuentra con la gran ciudad, con la megalópolis, convertida en nudo insólito de problemas económicos, políticos, sociales y culturales. Esto conduce a dos realidades total­mente nuevas entre nosotros: el alejamiento o alienación con respecto a la naturaleza, por un lado; la soledad frente a los demás seres, una soledad extraviada entre máquinas, agolpeamiento y ruidos, por otro. Todavía Eguren podía marchar a pie hasta Barranco; Martín Adán cantar la Rosa abstracta partiendo de «la rosa que alucina». No es ese el caso de un Carlos Germán Belli, que expresa con pavoroso acento las nuevas realidades. Ni de Heraud, en cuya obra posterior a «El Río» palpita un ardiente reclamo por lo que podríamos llamar una primera comunión entre los hombres, y entre los hombres y la naturaleza:

«Es difícil rescatar
un poco de alegría,
yo he vivido
entre carros y cemento,
yo he vivido siempre
entre camiones
y oficinas».

Rasgo que todos reconocen en Heraud es la maestría del lenguaje, el dominio de la forma. En un país donde a menudo el cultivo de la poesía estuvo confiado a la ignara facilidad, hay que aplaudir a estos artistas cultos, estudiosos de su arte, que no se fían de su peluca o de su tropical «inspiración». El estilo propio de Heraud es, claro está, producto de un estudio y asimilación de los mejores modelos de la literatura contemporánea. El menciona algunas de las fuentes de su aprendizaje poético: César Vallejo, Pablo Neruda, John Keats, Anto­nio Machado, Manuel Moreno Jimeno, Emilio Adolfo Westphalen, Dylan Thomas. «Entierro del verano» transparenta la influencia de Georges Eliot. «Abril es el mes más bello», dice Heraud, mientras el sajón había escrito: «Abril es el mes más cruel». Permeable a influjos, Heraud nunca degenera en imitador.

González Prada habló de la tristeza de los que van a morir jóve­nes. Los versos de Heraud están colmados de esa gran tristeza. Hay en ellos no sólo presentimientos estremecedores y reiterados de la muerte temprana, sino hasta de la forma de ella. Dos años antes de  su abaleamiento, había escrito:

«Caminando un poco,
volteando hacia la izquierda,
se llega a las montañas
y a los ríos.
No es que yo quiera
alejarme de la vida,
sino que tengo
que acercarme hacia la muerte».

Poesía sencilla y dramática, nacida no del calor de la improvisación sino de un «trabajo de alfarero». Característica firme de la creación heraudiana es su sintaxis natural, directa, que la hace tan parecida al lenguaje del habla corriente. Otra es su parquedad de metáforas, que lo aleja de todo lujo imaginífero. Cierto es, los poetas pueden comparar todo con todo (una lágrima con una perla o, como E. E. Cummings, los muslos de una mujer con «caballos blancos uncidos a una carroza de reyes»). Mas lo cierto es que, tras el ocaso de Chocano, esa sobriedad metafórica es una de las características de la mejor poesía peruana, tan nutrida de César Vallejo, el que dijo: «hacedores de imágenes, devolved las palabras a los hombres».

Hijo bienamado de una familia con regulares bienes de fortuna, ex alumno brillante de la Universidad Católica, profesor excelente de inglés, aficionado a la técnica del cine, conocedor de países y literaturas tan distintas como la soviética y la inglesa, nadie sabe hasta dónde pudo llegar Heraud de haber seguido con vida. No lo quiso él así, no lo quisieron las circunstancias del país. Leer sus versos es hoy – y lo será aún más mañana – no sólo un goce estético. Es un encuentro con lo más puro y ardiente y dolorido de nosotros mismos, con nuestras inquietudes y dolores colectivos. Con el destino de la patria, a la que, en uno de sus últimos poemas, en los que de nuevo sonó la voz de la esperanza, llamó «hermosa como una espada en el aire».

Lavaplatos en Nueva York

Los poetas pueden ser las cosas más diversas. Como veremos más adelante, tenemos en El Frontón uno que ha sido cultivador de los pequeños latrocinios. Otro, de quince años, es gran aficionado al esquí acuático. José Hidalgo, poeta nuevo, fue púgil. Pues bien: Carlos Germán Belli fue lavaplatos en Nueva York.

La historia es la siguiente. Belli nació en Chorrillos, el 15 de setiembre de 1927. A los cuatro años viajó a Holanda, donde su padre, hijo de italiano y pintor aficionado («pintor de los domingos»), era cónsul del Perú. Durante meses fue alumno de un jardín de la infancia en Amsterdam. En Lima, estudió en el Raimondi, donde fue condiscípulo de Alberto Escobar, el crítico y poeta, y de Leopoldo Chariarse, poeta hoy radicado en Alemania.

Apenas salido del colegio, perdió a su padre, y como los ingresos de su madre, farmacéutica, eran famélicos, Belli tuvo que buscar trabajo. Desde 1946 es empleado de la Biblioteca del Senado.

Ya entonces escribía versos; pero, según él, eran muy malos. Mas el demonio de la poesía y del mundo real siguió trabajando su sens­ibilidad de artista extraño, distinto. De sus largos años de empleado ha sacado la amargura y el dolor del funcionario público sin arribismos y, además, sin posibilidades de arribar:

«Ya descuajeringándome, ya hipando
hasta las cachas de cansado ya,
inmensos bosques todo el día alzando
de acá para acullá de bofes voy».

Un tiempo fue traductor de la agencia France-Presse y luego de la Associated Press y de Ansa; pero el inmenso papeleo y el horario de los honorables miembros de la Cámara no le dejaban tiempo ni fuerzas para dobletear.

En 1954, anduvo por Europa y África. El origen de ese viaje se relaciona con algo que arde en el origen mismo de su poesía: la invalidez de su segundo hermano, quien desde el nacimiento carece de la facultad de andar, y a quien ha dedicado algunos de los poemas más estremecidos de tres de sus cuatro libros.

Belli iba con dirección a España porque sabía de la existencia de una clínica en la que su hermano podía ser tratado. Desdichadamente, los médicos le señalaron que el mal no tenía remedio – hasta donde alcanzaba entonces el conocimiento médico-. El destino no quiso, no ha querido, que el hermano sanara. La poesía de Belli seguiría nutriéndose, como de una raíz amarga, de ese dolor fraterno, de esa presencia grave. Mas, ya en Europa, el poeta aprovechó para conocer Italia, Francia y el Marruecos español.

Belli fechó su poemario «Oh hada cibernética» en «Lima, la horrible», 1961, recogiendo palabras de César Moro. Siente él un deseo ya viejo de escapar de nuestra ciudad, no porque le disgusten sus edificios, su neblina o su gente, sino porque le pesa en el alma su pobreza espiritual, su hostilidad teórica y práctica hacia el arte. En 1957, realizó uno de los intentos más serios de escapar a nuestra prisión urbana. Ese año hizo un viaje a los Estados Unidos, donde tiene al menor de sus hermanos. Quería solicitar un empleo de las Naciones Unidas; pero no tuvo suerte. Los fondos se agotaron, y entonces tuvimos a nuestro poeta de lavador de platos en Broadway, 82 Street, Manhattan. «Fue una viacrucis en cuanto al trabajo; pero una gran experiencia humana».

La obra

¿Qué es lo que ha llevado a Vargas Llosa a estimar de forma tan preferente la obra de Belli?

Varias cosas, nos parece: el desgarrado dolor por la condición individual y humana históricamente determinada; la sinceridad; la nobleza formal.

Belli se expresa por lo general en versos de corte clásico. El endecasílabo, la elipsis, el hipérbaton, revelan la huella de sus poetas predilectos: Francisco Medrano, Francisco de la Torre y Francisco de Rioja, además, por supuesto, de Góngora. Sin embargo, ese recipiente formal antiguo está cargado de un contenido actualísimo, de un testimonio que no puede ser sino del Perú de nuestros días. El paralelo con Vargas Llosa, que se nutre de novelas de caballerías es impresionante. La raíz de este fenómeno en el poeta y en el narrador puede ser ésta: un deseo de forjar un arte duradero, universal, con materiales que han probado su resistencia y su eficacia; sin traicionar por ello el mensaje actual, la verdad propia, ni la renovación formal. Bertold Brecht, en su recientemente publicada «Ueber Lyrik» («Sobre la Lírica»), opinó que una forma antigua no puede expresar un contenido nuevo. Por lo visto, también los genios se equivocan, puesto que el propio Brecht desmiente en más de un caso, en su obra, esa opinión. En todo caso, en pocos poemas como en los de Belli se encuentra una condenación tan clara de nuestra sociedad arcaica, inhumana, antiespiritual. En ninguna novela como en «La ciudad y los perros» se condena tan inapelablemente el viejo militarismo prusiano-criollo de nuestro país. Es que en ellos, el cultivo de la forma no incurre en el placer solitario del formalismo, es decir del regodeo en la forma por la forma misma.

Evolución en la identidad

Antes de publicar su primer libro, «Poemas», Belli practicó el letrismo, que es algo así como el antidioma, la invención de sonidos sin significación. Escribía:

«Al ras del suelo
bebé gamba abokarié
niño gamba ibirikí.»

Alfonso Reyes se había referido ya a la «jitanjáfora» y a su universalidad no deliberada en los cantos de los niños, en la poesía popular, en el habla cotidiana de los campos. En Belli fue una búsqueda sincera, angustiada, de un lenguaje que pudiera decir plenamente su verdad.

Hace ya años de eso. «Poemas» fue editado en 1958, en tirada de doscientos ejemplares. Belli no se había apresurado. Tenía entonces treinta años (no olvidemos que en otras latitudes no escasean los poetas que editan tarde su primer libro: Whitman a los 36 años; Carl Sandburg a los 38; Robert Frost también a los 38).

Grande es el camino recorrido desde entonces; pero es la misma la carga de sinceridad. «Quiero llegar a un lenguaje completamente mío, mío», nos dijo últimamente. «De repente voy a volver a mi poesía anterior, de los sonidos guturales, o por lo menos los incorporaré a mi expresión». «Así como los políticos hacen su revolución social yo quiero hacer mi revolución poética. Es para eso que he tenido que sumergirme en los clásicos».

En su primer libro, Belli llegó a expresar una rebeldía clara contra el orden establecido. «¡Abajo el secreto régimen municipal!» Eran los años de la dictadura odriísta.

En «Oh hada cibernética» la protesta es más amplia y más profunda. Es toda la situación del hombre socialmente alienado la que se plantea. Sólo el hada cibernética, la automatización, podrá dar al ser humano “el ocio del amor y la sapiencia”, ese ocio que hasta hoy ha sido «de los amos no ingas privativo». Esperanza transitoriamente falsa: hace poco, en una población de Francia, un cerebro electrónico seleccionó a los trabajadores que debían ser despedidos en masa…

En «El pie sobre el cuello» parece perderse la dimensión del futuro. Es un hundimiento en el presente atroz. Más que una protesta es un ay horrísono que se pierde en un mundo lleno de máquinas, ulular de claxons, indiferencias. «Heme, ¡ay crudo hado! / ¡ay vil am­o! en pos siempre de un breve ocio».

– ¿Crees – le preguntamos un día a Belli – en una misión social de la poesía?

– Sí – nos respondió-. Pero no de modo deliberado ni saliéndose de los medios del arte. No olvidemos que Vallejo llegó a poeta social sin proponérselo. Lo llevó la vida. Por lo demás, creo yo que en mi poesía está latente la esperanza de una sociedad más justa, más humana. Tengo la marcada esperanza de que la vamos a alcanzar».

Brecht escribió en su libreta de apuntes: «Hay muchas maneras de decir la verdad y muchas maneras de callarla».

Juan Gonzalo

Conocí a Gonzalo Rose en la linde de la adolescencia con la juventud. Escribía en el diario «La Noche», vestía con el desaliño de siempre, sabía desaparecer con arte diabólico, permanecía callado casi todo el tiempo y hacía reír con su humor inesperado. Además, le preocupaban como siempre la guerra atómica, el amor, la injusticia, la tiranía.

Esparza Zañartu lo metió preso y luego lo deportó. En el destierro publicó su primer libro, saludado con alborozo por Nicolás Guillen, León Felipe y Gustavo Valcárcel. Después la fama lo metió en su saco pero no alcanzó a hacerlo cambiar. Al regresar del destierro, estuvo por casualidad en una reunión a la que también asistía Haya de la Torre.

– Si no me equivoco, usted fue aprista – le dijo el jefe del Apra.

– Y usted también – respondió el poeta.

Desde que nació en Tacna, en 1928, Juan Gonzalo ha hecho multitud de cosas. A orillas del Caplina fue condiscípulo de Luis Banchero Rossi, el magnate de la pesca aficionado del existencialismo. Estudió con los Maristas. Luego en el «Eguren». Fue aprista. Fue libretista de «Esta es su vida» (lo tenían que encerrar con llave para que cumpliera). Simpatiza con el socialismo aunque es incapaz de militar en un Partido. Él, como los gitanos de García Lorca, tiene el corazón en la cabeza.

En su último libro, «Las Comarcas», Rose está de cuerpo entero. Con todas sus virtudes y todas sus tragedias.

«Mi existencia de tordo fugitivo, mis costumbres ancladas en la sombra» escribe en «Las Comarcas». Gracias a la primera encuentra el equilibrio gozoso que parece hacerlo ajeno al dolor en sus formas más rudas. El encuentro con las piedras, los ríos, los océanos, los puertos, las islas, de México, o Trinidad, o Brasil, o Chile, le ha permitido escapar a muchas de nuestras estrecheces. Le ha permitido ese lenguaje visual, fragante y lujurioso de «Las Comarcas». Y, a veces, esos pasajes equívocos del Carnaval de Río, que hubiese sido mejor que permaneciesen anclados en la sombra.

Y, sin embargo, ¡cuántas cosas hermosas hay en este libro! ¿Quién ha escrito cosas mejores «en el nombre del hijo»: «Todo es de él, me digo. Una tarde pasara por aquí, tocará este capullo, esta palabra perdida en el follaje. Y todo será distinto entonces… Como en el viejo libro, no habrá tuyo ni mío, y el pan ha de comerse entre canciones y miradas bondadosas»?

«Uno de estos días – escribe en otro lugar-, cuando ustedes vengan a buscarme, no me encontrarán».

«A Casandra, tu madre, no le llamará la atención. Ella sabe que mi casa es el viento».

La pura verdad. Un día, por ejemplo, renunció a «Expreso», y se mandó mudar a Río. Al poco tiempo llegó un cablegrama a sus amigos: «Envíen dinero estoy muriendo hambre STOP Juan Gonzalo». La remesa demoró. Entonces envió un segundo cable, que decía: «Hambre STOP Gonzalo». Hace unos meses se fue a Europa; pero antes viajó por Argelia. Difícil será que alguien supere en hermosura versos como éstos de «Las Comarcas»:

«En Kingston
la noche es como un árbol derribado,
quemado y derribado
y ardiendo todavía.

He visto
por doquier
apariciones de nidos cintilantes
y echado en mi camastro
he percibido
a Kingston suspirar.

(¿Por qué suspirará?
¿Por la núbil mulata en cuyos senos
habitan las avispas de cristal?
¿O por la libertad?).»

Nicomedes

Nicomedes Santa Cruz (nació en 1925) ha lanzado «Cumanana», libro que no ha tenido tanto éxito de público como sus «Décimas», agotadas en días, o como sus discos de poemas y canciones. El fenomeno se explica. La creación del Santa Cruz de hoy no es ya la de decimista ingenioso. ¿Es mejor? Es distinta.

En realidad, Santa Cruz atraviesa por un período de crisis, de muda. Autodidacto, emergido de un arte popular y hasta folklórico, hoy aspira a un mensaje sin concesiones. En la búsqueda de su nueva expresión no es siempre afortunado. A veces es demasiado evidente la huella de Nicolás Guillen. En otras, el juego verbal gana la pelea interior. Pero es evidente que Nicomedes está trabajando intensamente por salir adelante y que tiene talento e inquietud para renovarse totalmente.

Se ha hablado de una toma de conciencia del problema negro, de la negritud, en Santa Cruz. Es peligroso poner el acento en la epidermis. Goethe no es gran poeta de la raza rubia. Guillen declaró hace poco que su poesía era mestiza. Eso de la negritud puede servir para enmascarar un cultivo externo del folklore y la mitología; para retardar una toma de conciencia de las raíces más hondas que determinan el drama humano y, dentro de éste, el de los negros. Ayer se quiso encerrar a Nicomedes en la celda estrecha de la décima. Se escapó. Ahora se le busca la cárcel del color local. Confiamos en que Nicomedes seguirá adelante.

Naranjo y Vargas Vicuña

Nacido el 6 de abril de 1937, Reynaldo Naranjo, limeño, es uno de los poetas mejor dotados de las últimas generaciones. Ex alumno del Leoncio Prado, como Vargas Llosa y Juan José Vega, fue dirigente bancario antes de caer preso por razones políticas. «Por orden del Prefecto». El Prefecto era Crovetto.

En «Los encuentros» revela una madurez ya previsible:

«Oh mi pequeña,
mi dulce y flaca edad,
si yo pudiera al menos
ordenar tus cabellos.

«Pero los niños huyen
de los desconocidos».

Reynaldo avanza, por espesuras de vida y poesía cada vez más pobladas, más altas.

Por su parte, Eleodoro Vargas Vicuña, el extraordinario narrador de «Nahuín», publicó un libro de versos de amor, sencillos, sencillamente bellos. Único reproche: el excesivo tono de confidencia, el subjetivismo subido, sin esa distancia que Goethe recomendaba poner entre el creador y la obra.

El poeta preso

Casi todos nuestros escritores notables han estado presos: Vallejo, Ciro Alegría, José María Arguedas, Chocano, Rose, los Valcárcel (Luis, el historiador, y Gustavo, el poeta). Pero en todos esos casos se ha debido a motivos o pretextos políticos.

Hay un poeta joven, desconocido, pero valioso, que está preso en El Frontón por vago como antes estuvo por hurto. Es Rogelio Gallar­do, trujillano, 38 años. Allá por 1945 abandonó el primer año de Letras. El dolor lo abrumaba. Habían muerto su esposa y su madre. En la isla terrible, donde nos conocimos hace diez años, nos explicó: «Los pequeños latrocinios que cometí fueron fruto de la necesidad, no del instinto. Pero eso ha quedado atrás. Yo no he cometido ningún delito. Me tienen acá desde hace meses en aplicación de la ley de vagancia, porque no tengo trabajo». Gallardo, como es natural, no ha podido publicar nada. Su caso es insólito indudablemente. Pero, ¿acaso Francois Villón no estuvo condenado a la horca por sus fechorías? ¿No hay en Francia un Jean Genet, delincuente común y activo?

Leamos estos versos de Gallardo, como botón de muestra:

«Te vivo y te musito
impulsando mi voz hacia el misterio.
Te pronuncio, pétalo, oh leve asombro de tu imagen.

Beso inextinguible
que me consumes con suavidad de rosa».

Los novísimos

Y, para cerrar estas líneas, contemplemos a tres jóvenes poetas, premiados en el concurso de la Sociedad Operación Amigo. Nos re­ferimos a Joaquín Jara Elguera, 20 años, apurimeño, ganador del primer premio; Augusto Urteaga Castro Pozo, 15 años, limeño, gana­dor del segundo premio, y Jenny Alfaro, iqueña, 19 años, ganadora de una mención honrosa.

Jara estudia Secundaria en la sección nocturna del Guadalupe. Es estupendo quenista. Urteaga, aficionado de la pintura y fanático del esquí acuático y estudiante de quinto de Media en el Colegio de Aplicación de San Marcos, es un muchacho sorprendentemente madu­ro, que ha leído a Gongora y Heraud, a Vallejo y a Jorge Amado, a Martín Adán y a César Calvo. Jenny Alfaro, estudiante sanmarquina, nos dijo sobre los beatniks algo que quizá define bien a estos poetas peruanos jovencísimos: «Los beatniks expresan una experiencia que no puede colmar a una persona normal. Están demasiado desesperanzados».

Nuestra conclusión es: la poesía peruana es una realidad sólida y pulida como una piedra de Machu Picchu. En pocos países latinoamericanos ha llegado tan lejos esta forma del conocimiento y el amor que es la poesía.

Caretas N° 297, 18 y 25 de setiembre de 1964.

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