“… La vida que me diste”: Anna viuda de Mariátegui

José Carlos con su esposa, Anna Chiappe, en casa, en el Jirón Washington, Lima 1929 (foto: marxists.org).

En una entrevista exclusiva, Anna viuda de Mariátegui revela episo­dios inéditos y fundamentales de la vida de quien es considerado por muchos autores extranjeros co­mo el más grande pensador político de América. En momentos en que la obra del ilustre socialista crece en importancia y actualidad, la imagen del Amauta cobra colores de vida en una charla que es un documento para la historia.

Por César Lévano

En 1920, en Florencia, en casa de la Condesa de Antici Mattei, José Carlos Mariátegui conoció a Anna Chiappe, el grande, el único amor de su vida. Ambos habían acudido por separado y sin conocerse al concierto de danzas que brindaba la “medio excéntrica” aristócra­ta. En algún momento, mientras vibraba un Estudio profundo de Chopin, las miradas del joven y la muchacha se cruzaron. “Él me impresionó mucho por su manera tan fina y distinguida” – nos di­jo, hace unos días, 49 años des­pués de aquel encuentro memo­rable, la ahora viuda de Mariáte­gui. “Parecía un noble. Y tenía unos ojos tan profundos”.

Por su parte, el joven peruano – 25 años esa noche – expresó su emoción en un poema en prosa publicado en 1926 en la diminuta revista “Poliedros”, que dirigía Armando Bazán. José Carlos y Anna eran ya esposos; habían re­corrido juntos toda Italia, Alema­nia, Francia; tenían tres hijos; pero la llama del amor no había perdido intensidad ni fulgor.

“Renací, escribió, en tu carne cuatrocentista como la de la Pri­mavera de Botticelli. Te elegí en­tre todas, porque te sentí la más diversa y la más distante. Esta­bas en mi destino. Eras el desig­nio de Dios. Como un batel cor­sario, sin saberlo, buscaba para anclar la rada más serena. Yo era el principio de muerte; tú eras el principio de vida. Tuve el pre­sentimiento de ti en la pintura ingenua del cuatrocientos. Empe­cé a amarte antes de conocerte, en un cuadro primitivo. Tu salud y tu gracia antigua esperaban mi tristeza de sudamericano pálido y cenceño. Tus rurales colores de doncella de Siena fueron mi pri­mera fiesta. Y tu posesión tónica, bajo el cielo latino, enredó en mi alma una serpentina de alegría.

“Por ti, mi ensangrentado ca­mino tiene tres auroras. Y ahora que estás un poco marchita, un poco pálida, sin tus antiguos co­lores de Madonna toscana, siento que la vida que te falta es la vida que me diste”.

Italia o la felicidad

Artemio Ocaña, el veterano es­cultor peruano que compartió muy de cerca la experiencia ita­liana de Mariátegui, recuerda que, de repente, tras viajar a Flo­rencia, éste desapareció. Cuando volvió, ya estaba casado.

“Mariátegui se alejó de sus amigos”, comenta doña Anna. Ellos decían después: “¡Con razón había desaparecido!”.

En esa estación con su amada en Florencia, tiene que haber si­do supremamente feliz. Entre el mar y los viñedos de la costa liguria, bajo las soleadas colinas toscanas cubiertas de olivos, ante la obra de los florentinos vene­rados (Dante, Machiavello, Bocaccio, Leonardo de Vinci, Miguel Ángel, Botticelli), su genio ma­duraba hacia aquel equilibrio de vida interior y naturaleza, de sensibilidad y mundo social, que iban a distinguirlo en la vida y en el libro. Florencia, urbe y de­mocracia antigua, lógica y belle­za, vitalidad y gracia. Una ex­periencia que fue una corona de laureles sobre su frente.

“No era de carácter melancólico. Ni cuando estaba enfermo”. Así nos dice doña Anna. Hay una gran sonrisa en su evocación. Y uno se ratifica en la convicción de que sólo un hombre feliz pue­da luchar plenamente por la fe­licidad de los otros.

“Mariátegui, nos dijo Ocaña, vivió al principio en Vía Véneto 29, interno 4”. “A ese alojamien­to, propiedad de Francesco Atu­nante, me llevó a mí”. “Cuando se casó, él y su esposa se fueron a vivir a Frascati, cerca de Roma, a una villa que era puros viñe­dos. Era una casa del Renaci­miento, con pinturas murales del Dominicchino. Se pagaba por el alquiler 500 liras. Apenas cinco libras peruanas de la época”.

Por su parte, doña Anna re­cuerda: “De Florencia viajamos a Roma. Fuimos a vivir a Villa Pía. Arturo Osores la había al­quilado como Legación del Perú. Era la casa en que había vivido la famosa actriz Francesca Bertini. Después marchamos a Frasca­ti. Desde el comedor se veía el Palacio de Castelgandolfo, la re­sidencia de verano del Papa”. En los planos, Frascati aparece a 21 kilómetros de la Ciudad Eterna; Castelgandolfo descuella a 25 ki­lómetros.

“Eran tiempos alegres. Él se iba a veces acompañando a Ocaña a la Escuela de Bellas Artes de Roma. Era cuando había mo­delos femeninos…”.

“Tenía tiempo para todo. En Roma no se perdía un buen con­cierto o espectáculo de ballet. Y le gustaba el circo. A veces, yo lo acompañaba al circo, aunque a mí no me gustaba”.

Como se sabe, el Amauta anun­ció una “Teoría del circo” que no se ha encontrado entre sus papeles. Debe de haberse perdido en alguna hoguera policial.

¿Cuándo comenzó, pregunta­mos, la formación marxista de Mariátegui?

Ella cree que fue precisamente en Italia. “Tenía una gran biblio­teca. “El Capital” estaba en fran­cés. Los documentos sobre la re­volución rusa, en italiano”.

¿Es cierto que la familia del filósofo Benedetto Croce interce­dió, como dice el italiano Antonio Melis, ante la familia de ella en favor del galán venido del le­jano Perú?

– “Es cierto. El hecho es que una tía mía había sido novia de Croce. No se casaron porque mi familia, muy católica, no podía consentir un matrimonio con un liberal tan conocido”.

Los viajes

En uno de sus dos cortos escri­tos autobiográficos, Mariátegui dice que no pudo llegar a Rusia “porque mi mujer y mi hijo me lo impidieron”. “No es que yo me opusiera”, subraya ahora doña Anna. “Yo le dije: ‘mejor anda tú solo’. Yo estaba muy cansada con el bebé. Pero a él no le gustaba salir solo. Siempre le gustaba ir conmigo”.

“Era muy entusiasta”, recuer­da. “Para mí, decía, la cosa más grande es cuando puedo coger una maleta e irme. A veces sin saber adónde”.

Y, sin embargo, aquella vez no quiso viajar porque su compañe­ra no podía ir.

Pero viajaron bastante por otros contornos. Estuvieron jun­tos, por ejemplo, en el célebre Congreso de Liorna (Livorno, en italiano) en que el ala izquier­da del socialismo fundó el comu­nismo. “Allí vimos a Antonio Gramsci y Palmiro Togliatti. Con ambos conversaba amistosamente Mariátegui”.

También estuvieron en 1922, Génova, en la Conferencia Eco­nómica Europea que fue la pri­mera reunión internacional a la que acudió una representación soviética. En “Defensa del Mar­xismo”, Mariátegui iba a escribir que ella marcaba el inicio de la coexistencia pacífica entre esta­dos de sistema social distinto. “Allí, dice doña Anna, conversó con Chicherin, el jefe de la dele­gación rusa. Mariátegui estudió, cuando estuvimos en Berlín, el idioma alemán con una profeso­ra alemana. Todos los días tenía una clase de inglés y de alemán. Pero también sabía algo de ruso. Con Chicherin se saludaban y despedían en ruso. Sus conversa­ciones las sostenían en francés”.

Mariátegui estuvo cuatro años y medio en Europa. De ellos, año y medio lo pasó en Alemania. El viaje fue hacia mayo o junio de 1922. “Durante ocho meses vivi­mos en la Postdammer Strasse” (en lo que es hoy Berlín Orien­tal). “Estuvimos luego en Praga, en Budapest, en Austria, nave­gando por el Danubio Azul”. En Alemania, como se sabe, Mariá­tegui entrevistó a Máximo Gorki.

Viajaron en seguida a París. Allí se entrevistaron con Romain Rolland y Henri Barbusse, que no regatearon, por escrito, su ad­miración al gran peruano. “In­cluso, salimos con Barbusse a to­mar el té”.

“Mariátegui —iba a escribir Barbusse— es la nueva luz de América. Un espécimen del nue­vo hombre americano”.

¿Conoció Mariátegui a Pirandello? ¿A qué otros grandes de la literatura y las ideas frecuentaron en Italia?

“Conversó varias veces con Pirandello”, recuerda la dama. “También fue amigo de Piero Gobetti”. Se trata del escritor cuyos estudios respecto al “Risorgimento”, es decir, a la lucha por la unidad de Italia, tanto atrajeron al Amauta. “Croce lo quería mu­cho. Cuando iba José Carlos a su casa, lo presentaba diciendo: ‘és­te es el hombre más grande del mundo’. Le tenía un gran afecto”.

Por su lado, Ocaña recuerda que Mariátegui fue amigo tam­bién de los líderes socialistas Filippo Turati, Antonio Grazidei y Nicola Bombacci. Tiene él bocetos al carbón del diplomático sovié­tico Joffe, de Giordi Vassiliévich Chicherin, del francés Jean-Louis Barthou y de Lloyd George, el célebre político inglés. “Fue ami­go de Pirandello”, nos dijo ex­presamente.

Una explicación

Para muchos biógrafos y estudiosos de Mariátegui, la obra de este autodidacto sin educación secundaria, de mala salud, que tuvo que ganarse la vida desde los 14 años de edad, que murió a los 35, tiene algo de milagro. En el breve arco de su vida caben una inmensidad de cultura, pensamiento y acción. Baste señalar estas creaciones: la revista «Amauta», los «7 Ensayos» y otros veinte libros, la Confederación General de Trabajadores y el Partido Socialista del Perú, cuyo nombre deseaba cambiar, antes de morir, por el de Comunista. Hace pocos años, escuchamos decir, en Lima, al estadunidense Carleton Beals que Mariátegui es «el más grande pensador político de América». El juicio se extiende ahora. Robert Paris en Francia, Manfred Kossok y Adelbert Dessau en Alemania Oriental, Antonio Melis en Italia, el profesor Albuquerque en Texas, Estados Unidos, sufragan el juicio.

Los días espléndidos de Italia explican una parte de la precoz madurez mariateguiana; pero no toda. Hay fuentes que se ocultan junto a la raíz de la infancia. Mariátegui se proclamó limeño toda su vida. En realidad, poco antes de su nacimiento, su madre, doña Amalia La Chira Vallejos, natural de la zona de Huacho, había viajado a Moquegua, por lo cual el alumbramiento se realizó en esa ciudad del Sur. En seguida, buena parte de sus primeros años transcurrieron en la suave campiña huachana. A los seis años tuvo una caída fatal. El resultado fue una baldadura y, lo más grave, un foco de ostiomielitis en una pierna. Sus familiares nos contaron que a los 6 años, más o menos, comenzó su madre a realizar continuos viajes de Huacho a Lima para hacerlo tratar. El esfuerzo era demasiado grande para una familia pobre. Entonces, se decidió internarlo. Estuvo cuatro años en la «Maison de Santé» u Hospital Francés.

Era éste, en esa época, un nosocomio exclusivo, reservado casi sólo para franceses, ingleses o alemanes pudientes avecindados en Lima. Dos eran los tipos de servicios: los unipersonales y los destinados a seis personas. En todo caso, no había allí enfermos menores de edad. Pues bien: el pequeño Mariátegui pasó sus años de internado junto con esos compañeros adultos, llenos de experiencia y que hablaban extraños, lejanos idiomas. Se sabe que al final se había convertido en intérprete de muchos de ellos.

¡He ahí una clave sicológica para la precoz madurez del Mariátegui temprano! He ahí por qué, entre otras cosas, cuando era un «alcanzarrejones» de La Prensa, que iba a la oficina cablegráfica a recoger los despachos noticiosos, podía traducir, en el trayecto, las noticias que ve­nían en inglés de Europa, Asia, África o Norteamérica. Además, aquella soledad de años tiene que haberle entrenado para la gimnasia de la reflexión y para la firmeza de las certidumbres sin que importen los prejuicios y las supersticiones de la masa in­forme.

Otro factor, en el que no se ha insistido lo suficiente, es su con­tacto directo con las luchas so­ciales de comienzos de siglo en el Perú. “Cuando José Carlos fun­dó La Razón con César Falcón y Félix del Valle, nos recordó Ocaña, había mítines obreros que terminaban al pie del balcón del diario. Era en la esquina de Baquíjano con el Jirón Cuzco”. Eso fue, recalquemos, antes del viaje a Europa. Tal experiencia lo sen­sibilizó para la prédica socialista de Antonio Gramsci en “L’Ordine Nuovo” (“El nuevo orden”). En los días en que él se instalaba en Italia, en las páginas de esa cé­lebre revista aparecían reflexio­nes sobre el papel de los obreros como actores principales de una revolución posible y de los cam­pesinos como protagonistas de la acción prerrevolucionaria.

Mariátegui era hombre de pen­samiento y de sensibilidad artís­tica en todos los momentos. En la charla con su viuda, la imagen del hombre de espíritu aparece a cada paso. “En música tenía una cultura extraordinaria. Amaba sobre todo a Beethoven y Stravinski”, nos dice. “Con el Dr. Oten, un amigo suizo, se entrega­ban a verdaderas sesiones de mú­sica. El grupo de sus camaradas llegaba, y él estaba encerrado con Oten. A veces venía gente cargante, y él decía: ‘Ponte una sinfonía para que se vayan’…”.

Entre la gente que con mayor agrado recibía se contaban los ar­tistas. José María Eguren era uno de sus adictos. Llegaba a veces a escribirle – ¡desde Barranco! – para anunciar que un resfrío le impedía devolver por el momen­to tal o cual libro. “Iba mucho también Percy Gibson. Otros que iban eran Martín Adán, José Diez Canseco, el filósofo Mariano Ibé­rico Rodríguez. Alguna vez acu­dieron también los doctores Ho­norio Delgado y Juan Francisco Valega”.

“El Rincón Rojo” era otra cosa. Era en realidad un seminario riguroso de estudios marxistas. Constituía el núcleo del Partido. Estaba formado, entre otros, por Hugo Pesce, Ricardo Martínez de la Torre, Avelino Navarro, Mar­celo Sánchez, Luciano Castillo y, hasta cierto punto y por una tem­porada, Jorge Basadre.

Hombre de espíritu, Mariátegui era también hombre de empresa. Fundó la Editorial “Minerva” ca­si sin dinero. “Amauta” la em­pezó a publicar con tipos móviles. Sólo en 1929 le llegó el linotipo. Él mismo diagramaba la revista y la cuidaba en todos sus detalles. Los manuscritos revelan que dominaba la técnica tipográfica y sabía ordenar exactamente. “Igual, dice doña Anna, era con los clisés. Él me enviaba a los ta­lleres con indicaciones precisas. Para que todo marchara bien, te­nía tres teléfonos en casa: uno en el dormitorio, otro en la sala y otro en el comedor. Como los obreros querían mucho a José Carlos, iban hasta la casa a con­sultarle problemas de trabajo u otros”.

¿Era Ud., preguntamos, la que llevaba los artículos a Varieda­des y Mundial?

– “Sí. Primero él me decía: ‘Dile a Vegas García, el adminis­trador, que voy a escribir sobre tal o cual tema. Que prepare las fotos’. Se ponía a escribir a las cinco o seis de la tarde, y a las ocho o nueve estaba listo el artículo que iba a salir al día siguiente”.

¿Cuál era el pago por cada ar­tículo?

– “Veinte soles en Mundial y quince en Variedades. Cuan­do él estaba enfermo, Vegas Gar­cía me decía: ‘Usted no sabe cuánto ha bajado la revista des­de que no escribe’”.

Existen facetas todavía inédi­tas de este ser adamantino. Po­cos saben, por ejemplo, que era buen dibujante. “A mí me dibu­jaba muy bien, cuenta la viuda. A veces, hasta pintaba a la do­méstica con el bebé cargado”.

Hay otros aspectos inéditos que nunca se podrán recuperar. A su muerte, la policía acostumbró, una y otra vez, llevarse los ca­jones del escritorio del difunto. Cuando la señora Annita los res­cataba, después de grandes pug­nas, siempre faltaba algo.

¿Cómo era José Carlos con los niños?

– “Era muy cariñoso con ellos. Basta decirle que cuando estaba en casa, a cada momento pregun­taba dónde estaban los chicos y qué hacían. Una vez, Carmen Sa­co le dijo: ‘Oiga, José Carlos, ¿no le molestan los niños?’ Él contes­tó: ‘No me molestan. Pueden es­tar sentados encima de la má­quina, y a mí no me molestan’”.

Amador de la vida, luchador social, soldado de un combate diario con la muerte en sus últi­mos años, José Carlos fue desde su temprana edad ajeno y reacio a la bohemia. Federico More ha narrado cómo, mientras Abraham Valdelomar pedía ajenjo, él se limitaba a un helado de menta o un vaso de leche. Sólo esa auste­ridad, y la enorme conciencia de su misión en la historia, explica la inmensidad de su obra.

“Una vez – cuenta la señora Annita -, vinieron los soplones. En lugar de llevarse “El Capital” se estaban llevando una colección de Pirandello empastada en cue­ro… No lo dejaban trabajar”. Como se sabe, en los días ante­riores a su muerte, él había es­tado preparando un viaje defi­nitivo a Buenos Aires. Waldo Frank, desde Nueva York, Sa­muel Gluzberg, desde la capital argentina, lo animaban a quedar­se allá. Los ataques de la dicta­dura de Leguía y los denuestos de la izquierda demagógica – Víc­tor Raúl incluido- le habían he­cho acá la vida imposible. Sólo una sombra suave, una mano tier­na, lo acompañaban en las horas del dolor más íntimo. Anna. El gran amor. Ella estuvo a su ca­becera el día de su muerte. A su lado estaban también su madre, Artemio Ocaña, dos jóvenes ju­díos amigos y admiradores del Maestro. Después vinieron las muchedumbres más inmensas que se hayan reunido para unos fu­nerales en Lima. Entre banderas rojas y versos de “La Internacio­nal”, el pueblo sencillo, el pue­blo amado por él, le dijo adiós. Para el pueblo, y también para Anna Chiappe, iba a comenzar una época triste y difícil. Ella, la mujer fuerte, tampoco iba a dar­se por vencida. Hasta hoy se le ve todos los días, puntualmente, detrás del mostrador de una li­brería trabajando. Es en la pri­mera cuadra de la Avenida Larco de Miraflores, y todavía sigue las huellas del difunto imborra­ble. Las ediciones de las obras del Amauta tienen en ella una ins­piradora. Siguen sonando en sus oídos, siendo verdad hermosa y profunda, las palabras aquellas: “La vida que te falta es la vida que me diste”.

Caretas N° 393, 14 de abril de 1969.

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