Por más inesperada que sea, por más heraldos que mande, la muerte es siempre una intrusa. Este es un homenaje personal a César Lévano y a su compañera de toda la vida.
Por César Hildebrandt
En mis comienzos de periodista, después de algunos rudos entrenamientos en el Correo de Mario Castro Arenas y la Última Hora de cien mil ejemplares, entré a Caretas y entonces limité al este con César Lévano, al lejano oeste con Enrique Zileri, al norte con mis libros y al sur con la locura que, felizmente, jamás dejó de darme lecciones (porque a lo que más he temido en esta vida es a la cordura catatónica de los calculadores).
Mi oficina quedaba al frente de la de César Lévano en ese cuchitril heroico de Camaná 615, oficina 308, Revista Caretas, Quincenario Ilustrado.
Lo primero que aprendí de Lévano fue que podía haber gente de un buen humor inalterable.
Había estado en la cárcel y lo contaba si se lo preguntaban y sin lloriqueos.
Había perdido una pierna a los once años de edad mientras vendía periódicos en una fea esquina, y lo contaba, si alguien curioseaba en su vida, como quien cuenta que de niño jugó fútbol en la segunda del Alianza Lima.
Quizá sólo se emocionaba -y eso se notaba por un discreto temblor de voz- cuando hablaba, delante de un vino compartido, de todo lo que lo esperó Natalia, su mujer, cuando él estaba en El Frontón y ella en el limbo. Y cuando describía las pequeñas cosas que ella le llevaba a la isla en los días de visita, que eran, por orden de Esparza Zañartu, uno al mes y bajo vigilancia.
Lévano se había hecho comunista por obra de la naturaleza. Era lógico que fuese comunista un hombre al que el capitalismo de los Beltrán y los Odría sólo le había dado ira santa y hambre de pagano. Y era una temeridad no carente de belleza ser comunista cuando el Perú seguía siendo un virreinato detenido en el tiempo y un garaje de los Prado.
Así que Lévano era comunista, el Perú era deposición oligárquica y todo estaba en orden. O parecía estarlo.
Cuando salió de prisión, lo primero que hizo Lévano no fue preparar una Comuna ni un bolchevicazo. Lo que hizo fue casarse, que fue no sólo un gesto de amor sino de supervivencia.
Porque este periodista notable había comprendido, en los años salados de la isla, que no sería capaz de vivir sin la mulata hermosa que le había hecho caso y que no le había mirado la cojera sino el alma. De modo que casarse era una redundancia legal (pero necesaria) que él se apresuró en cumplir.
En la cárcel, Lévano había convivido con presos políticos apristas y comunistas (la peste de aquel entonces) y «había tenido el honor» – esas eran sus palabras – de tropezarse a cada rato con ladrones mil veces reincidentes, asesinos inspirados o de pago, estafadores con la imaginación de Verne, locos tan locos que se creían libres y de vacaciones en una isla del Pacífico. Pero también se había visto a solas con su vida y lo que decidió, después de lo del matrimonio que consumaría, fue que debía leer todo el día, a sol y a vela, con asma o sin ella, y que debía aprender los idiomas que el vértigo de la calle, la pobreza y la política no le había permitido aprender.
Así que aprendió francés, inglés y bastante italiano y alemán. Y cuando salió en libertad y empezó a escribir como periodista para ganarse el pan, tuvo la ventaja considerable, frente a muchos de sus colegas de generación, de haber leído la edición semanal de Time y lo que podía conseguir de Le Monde y de la prensa germana o italiana.
Lévano había nacido con talento, esa gracia que los ateos atribuimos a las fuerzas aleatorias y que las señoras de morado en los octubres de ceniza le atribuyen a Dios. ¡Pero cuántos talentos he visto perderse en la sopa sucia de la bohemia y la autodestrucción! Porque el talento también se despilfarra.
No sucedió eso con él, a pesar de esa vena jaranera que podía noquearlo de amanecida y resaquearlo sin grandes consecuencias. Y estoy absolutamente convencido de que para eso, para que los brindis a pico y las voces agitadas no se lo llevaran como si fueran mareas de quebranta, fue decisiva Natalia, la callada y dulce Natalia que siempre estaba allí, mujer y compañera, hermana y madre, amante y confidente, todo de una sola vez.
Pienso en Lévano, con el que tanto compartí, y me pongo triste. No sólo por Natalia, en cuya casa cálidamente inacabada estuve más de una vez a invitación de su marido, sino porque comparo su carrera y lo que llegó a ser con las generaciones actuales de periodistas. Lévano salió de la nada, a empellones se hizo, a punta de terquedad se construyó. Y llegó a amar a Goethe o a Beethoven, a Vallejo o a Alberti, a Alicia Maguiña o Edith Piaf, no porque proviniese de un vecindario donde esos nombres fueran frecuentados sino porque siempre supo que, sin cultura ni arte en las entrañas, el periodismo sirve para hacer cucuruchos y como papel de emergencia en baños lúgubres.
Si algo aprendí de Lévano -lo poco que mi edematosa vanidad de aquellos tiempos me permitió aprender de él- es que los periodistas somos, sobre todo, trabajadores de la cultura. Y que por eso el lenguaje es nuestro paisaje, la educación nuestra compinche, los libros nuestros guardaespaldas.
Miro a tantos jóvenes de hoy sometidos a la castración de las 140 palabras, twiteando estupideces, devorados por las mentiras, negados para la duda, deseosos de escribir en modo gris aquello que no importa un carajo, y siento pena. Ese mundo en el que las librerías eran importantes, y Flaubert o Telemann imprescindibles, y las películas de Visconti abrigadoras y las de Antonioni literarias, ese mundo ha estallado y ahora es un agujero negro de bits, una bestia galáctica hecha de surtidas nadas y que todo lo engulle sin propósito. Porque el paraíso prometido era esta ignorancia de tumulto, esta ruina intelectual y moral que los indignados del mundo denuncian sin éxito y que los estudiantes de Chile empiezan a ver con lucidez.
Lévano se ha quedado solo. El consuelo para los que lo queremos es que un hombre como él, de su calidad sin aspavientos y su pobreza ejemplar, tiene que estar acostumbrado a una cierta estirpe de soledad: la que experimentan las personas extraordinarias.
Semanario Hildebrandt en sus trece, setiembre de 2011.