Por Carlos Bracamonte
El caso del japonés Mamoru Shimizu, condenado a 25 años de cárcel por el asesinato de siete personas en una sola noche, conmovió la ciudad de Lima en 1944. Por esos años, el periodista César Lévano fue encarcelado por comunista en el temible Panóptico, la prisión que recluía a Mamoru. Con discreta y natural empatía, Lévano cultivó amistad con el silencioso homicida, que le reveló datos desconocidos del crimen: “Los maté porque eran lisos”. Lévano nos relataba detalles que hacían creíble esa historia: Mamoru era el peluquero del penal y criaba palomas como en un monasterio. Desde un punto del aula, mi imberbe existencia se ilustraba. Al final de la clase, apurados por la ignorancia, casi todos los alumnos se marchaban. Pocos nos quedábamos alrededor de Lévano: eran noches de enciclopedia preguntándole por escritores y libros hasta el infinito. Lévano, desafiando a Google, abría un compartimento de su memoria y respondía.
Muchos años después, cuando el profesor me concedió el honor de la amistad, le propuse fichar su biblioteca. Él aceptó en el acto. Sin duda, no calculé las dimensiones de la sobrehumana empresa: fichando la magnífica biblioteca se me iría la juventud, pero me haría sabio (si leía todo). Un mes después comprendí que una vida no me alcanzaría para fichar todos los libros del mundo que yacen en esa babilónica biblioteca del Rímac.
El célebre periodista Ryszard Kapuściński dijo que las malas personas no pueden ser buenos periodistas; y Lévano es de lo mejor. Poeta y ensayista de primer orden, su obra es ya un joyero del periodismo y la cultura.
César, con su ejemplo, un verso al amanecer: “bienaventurados los que luchan porque de ellos nacerá el reino de la justicia”. Árbol de mil batallas: César Lévano.