Por César Lévano
“Las mujeres de Arequipa, así como las de Lima, me han parecido superiores a los hombres”.
No es fácil explicar lo que un peruano siente cuando al pasar por una avenida europea descubre dos libros que exhiben en la tapa el nombre de Flora Tristán. El sacudón lo experimentamos este octubre, al ver por vez primera, en uno de esos paraísos de papel que son las librerías francesas, dos volúmenes que después han llamado la atención de París: “Flora Tristán”, de la recalcitrante feminista Dominique Desanti, y “La vida de Flora Tristán”, de Jean Baelen, especialista en evocaciones históricas.
La aparición simultánea de tales textos señala la actualidad de esa mujer que se adelantó al movimiento de liberación femenina en varios puntos y que, en cierto modo, se colocó más adelante que muchas de sus tataranietas al plantear que la lucha por los derechos de la mujer no se puede limitar a invectivas contra el varón o a librarse del “brassiére”, ni se debe separar de las luchas por los derechos de todos.
“Vuestra compatriota y amiga”, firmó Flora Tristán en su dedicatoria de “Las peregrinaciones de una paria” dirigida a los peruanos. Nacida el 7 de abril de 1803, era en realidad francesa, aunque por sus venas corría sangre de la familia peruana Tristán, arraigada en Arequipa, la ciudad en que se quemó aquel su primer libro (entre otras cosas porque allí se estampaba que si los gobernantes peruanos “hubiesen querido realmente organizar una república habrían tratado de hacer germinar, por medio de la instrucción, las virtudes cívicas hasta en las últimas clases de la sociedad. Pero como el poder y no la libertad es el fin de esa multitud de intrigantes que se suceden en la dirección de los negocios públicos, continúan la obra del despotismo y para asegurarse la obediencia del pueblo que explotan, se asocian los sacerdotes para mantenerlo en todos los prejuicios de la superstición”.
Las señoras del movimiento de liberación femenina descubren hoy que el proletario es un esclavo pero la mujer del proletario suele ser esclava del esclavo. Eso ya lo había dicho Flora Tristán, que tenía por qué saberlo, ya que a los 17 años trabajaba como obrera.
En varios puntos fue precursora esta medio peruana prodigiosa. Pidió al Parlamento de Francia una ley de divorcio en 1838; reclamó que las muchachas no fueran tratadas como muñecas (“poupées”) sino preparadas para una vida activa; sugirió que la educación no fuera una gimnasia de la memoria sino un entendimiento del porqué de las cosas; proclamó en su folleto “La Unión Obrera’ escrito cinco años antes que el “Manifiesto Comunista”, que los obreros se unieran a escala nacional e internacional para defender sus derechos, y, un siglo antes que los “sacerdotes obreros” pidió que los curas defendieran a los trabajadores.
Escribió el poeta André Bretón: “No hay quizás destino de mujer que deje una estela a la vez tan prolongada y luminosa como el de Flora Tristán”.
Mujer sin partido político, sin doctrina monolítica y, si se quiere sin ideología precisa, una sola idea la animó desde que descubrió la injusticia: la realización de la justicia sobre la tierra.
En “Peregrinaciones de una paria” se siente palpitar, junto con las denuncias contra la explotación de los indios, la compasión por dos negras presas en una hacienda de Chorrillos, culpables de haber matado a sus dos hijos para evitarles el dolor de ser esclavos.
La bella mártir
Flora Tristán nació en París, el 7 de abril de 1803. Su padre fue el Coronel Mariano de Tristán y Moscoso, y su madre, la francesa Thérese Lainé o Laisney. Al hogar acaudalado de los Tristán solía llegar un joven apasionado y visionario que se llamaba Bolívar.
Don Mariano murió cuando Flora tenía cuatro años. Entonces comenzó el largo calvario de la pobreza, una pobreza agravada por el hecho de que, no habiendo constancia legal del matrimonio entre los progenitores, la joven apenas si recibía una módica ayuda pecuniaria de los millonarios Tristán de Arequipa.
Eso explica sin duda la deficiente educación de la muchacha –una educación que se revela en las faltas de sintaxis y ortografía de sus apasionadas cartas de amor de la adolescencia.
A los 17 años, Flora ya estaba trabajando como obrera colorista en el taller del joven grabador André Chazal. Vivía con su madre en tortuosas callejuelas de un barrio miserable vecino a la Plaza Maubert. Flora sostendría más tarde que su madre la había casado por interés con Chazal: pero la correspondencia privada indica que hubo algo más que eso. Sus misivas de entonces preludian, anota Jean Baelen, ciertas páginas desinhibidas de la Lolita de Nabokov.
En 1825, Flora tiene ya dos hijos varones y está encinta por tercera vez. Sus peleas con el cónyuge son cada vez más tempestuosas. En octubre da a luz a Alina, que será la madre del genial Paul Gauguin (que iba a pasar varios años de infancia en el Perú).
En 1826 trabaja como dama de compañía en Inglaterra. En 1829 ya está separada radicalmente de su esposo. Es en 1830 cuando da el gran salto al vacío: se dirige al Perú en pos de fortuna. A Alina, la única sobreviviente de sus hijos, la deja a cargo de una conocida.
En Arequipa se convence de que la parentela no le va a conceder la riqueza que busca. De paso se entera de los estigmas de nuestra República: guerras civiles ridículas revestidas de pomposas frases; estupidez y avaricia de las clases altas; fanatismo, superstición disfrazados de religiosidad entre el populacho.
En Lima descubre una veta oculta: la presencia de las mujeres de cierta alcurnia en los manejos de la política. “No hay ningún lugar en la tierra donde las mujeres sean más libres y ejerzan mayor imperio que en Lima”, escribe en “Peregrinaciones de una paria”. “Reinan allí exclusivamente”.
En Arequipa observa el caso de su prima Carmen de Piérola de Flores, casada con hombre apuesto y dilapidador de su fortuna, y que la somete a “continuos ultrajes”. “Tal es la moral que resulta de la indisolubilidad del matrimonio”, sentencia en “Peregrinaciones”.
Flora regresó a Francia en 1834. Al año siguiente, después de un nuevo viaje a Inglaterra, se estrena como autora y feminista, al publicar su folleto “Necesidad de dar buena acogida a las mujeres extranjeras”.
La edición de “Peregrinaciones de una paria” es de 1838. Ese mismo año, la autora se incorpora a la crónica roja.
En efecto, tras agrias disputas por la hija, con episodios de secuestro y hasta de acusación de incesto, André Chazal intenta asesinar a Flora. Se había preparado meticulosamente, comprando inclusive dos pistolas y cincuenta balas de plomo. El intento homicida se produce el 10 de setiembre de 1838. Gravemente herida, Flora se restablece lo suficientemente pronto para asistir al proceso oral que la hizo célebre de la noche a la mañana. Los periodistas destacan en esos días su belleza. Poco después, el periódico “Charivari” publica a toda página su retrato. La publicación “Les belles femmes de Paris” (Mujeres bellas de París) se adorna también con ese rostro pálido y hermoso, en que sobresalen los grandes ojos negros y la clara frente.
Chazal fue condenado a veinte años de trabajos forzados, que le fueron conmutados por prisión simple. Al final de ese año trágico, Flora publica “Memphis”, novela interminable, interminablemente mala; pero que tiene la virtud de presentar los bajos fondos de la sociedad el mismo año en que Dickens publica su “Oliver Twist”. Las predicas sociales no faltan en esas fatigosas letras: Marequita (sic) Alvarez, la protagonista, exclama de pronto: “La mujer no tiene por que consagrarse pasivamente al hombre. Esta devoción mal entendida no hace más que aumentar los males de la sociedad y prolongar un estado de esclerosis que se basa en el patriarcado”.
En 1839, Flora vuelve a Londres, Luego publica “Les promenades dans Londres” (Los paseos en Londres), con justicia considerada su obra maestra. La hipocresía de la aristocracia, la miseria de los obreros, las viviendas sombrías, la prostitución, la inhumanidad de las condiciones de trabajo: todo el infierno de la primera revolución industrial está retratado en ese gran reportaje trazado por mano vengadora.
Con paso seguro, la mujer pisoteada en sus derechos empieza a encontrar el camino de los derechos del trabajador. La penúltima estación de su pensamiento queda grabada en “La Unión Obrera”, un opúsculo de 110 páginas en que preconiza la unión nacional e internacional de la clase obrera y propone palacios del trabajo en cada gran ciudad así como la educación colectiva de los jóvenes. Fuertemente influida por las utopías de Saint-Simon, Fourier y Owen, pone su sello propio en el reclamo a la organización autónoma y democrática de los trabajadores, y en la afirmación del derecho de todos al trabajo.
Para la edición de “La Unión Obrera”, Flora organiza una colecta cuyas primeras suscritoras son su hija Alina, obrera modista, con cinco francos, y su doméstica, María Magdalena, con franco y medio. Entre otros donantes figuran, al lado de albañiles y tipógrafos, George Sand, Louis Blanc, la poetisa Marceline Desbordes-Valmorem. Una segunda edición recibe el aporte de Eugenio Sue.
En 1844, Flora emprendió la larga marcha que resume todo el sentido y el objetivo de su existencia: un estudio a través de toda Francia sobre las condiciones de vida de los trabajadores. Lo emprendió con la ayuda de una corporación artesanal. A menudo sostiene reuniones clandestinas con los obreros. Durante su viaje confirma la superexplotación de la mujer. En una imprenta, el patrón le explica que “se paga la mitad a las mujeres, y es muy justo, porque, como van más rápido que los hombres, ganarían demasiado si se les pagase el mismo precio”. En Montpellier encuentra un aserradero donde se trabaja doce horas y media, desde las cinco de la madrugada hasta las cinco y media de la tarde. Poco después de la llegada de Flora, los obreros reclaman la reducción de la jornada a once horas. Para sopesar la acción de la precursora, hay que recordar que la Revolución Francesa había prohibido las asociaciones obreras (sólo en mayo de 1864 se autorizaron los sindicatos en Francia) y que fue necesaria la Revolución de 1848 para que, el 9 de setiembre, la ley concediera una reducción de la jornada de trabajo… ¡a doce horas!
Alma religiosa aunque no clerical, Flora Tristán condena, en una carta del 9 de setiembre de 1844, las prédicas de cierto doctor Taxil, “bueno de corazón pero nacido burgués y que a pesar de sí mismo sigue siendo burgués”, que quiere aplicar al pie de la letra la palabra de Jesús: “amémonos todos”. “¡Todos! — comenta Flora—. ¡Pobre ciego! No ve que para llegar a la realización de esta palabra se necesita primero que el gran partido proletario se constituya, a fin de que destruya a los amos y los esclavos —porque para que todos se amen es preciso primero que todos sean iguales”. Esa carta constituye quizás el testamento político de la paria.
En esos días, ya la fatiga se había apoderado de su cuerpo. Un mal agudo – colerina, tifoidea, no se sabe bien qué – aniquilan sus fuerzas y la obligan a guardar cama varias veces. Al final, en Burdeos la atrapa – el 14 de noviembre de 1844 – la muerte. Los obreros la llevaron a hombros hasta el cementerio. La Mujer Mesías, la mujer como guía de la lucha por la justicia, esa obsesión de Flora, parece simbolizada en ese ataúd que encabeza a la multitud de los que sufren.
“Yo la he visto, tranquila y bella, en su agonía sin sufrimiento”, escribirá el 17 de noviembre Elisa Lemmonier en carta a Eleonore Blanc.
Después de las jornadas sangrientas de 1848, primera insurrección proletaria de los tiempos modernos, los trabajadores le inauguraron un monumento gracias a la suscripción abierta en toda Francia. Miles de hombres y mujeres se reunieron al pie de su tumba ese día, llevando como emblema una gran bandera francesa con los grandes lemas de su compañera: “ASOCIACIÓN DERECHO AL TRABAJO”. Imagen poderosa de la realidad social, el monumento de Flora Tristán consiste en una columna trunca.
Caretas N° 468, 28 de noviembre de 1972.